Hay un vicio en el análisis de nuestros fenómenos políticos contemporáneos que se continúa perpetuando con cierto permisivismo. Se pretende igualar en consecuencias y en medios las prácticas de nuestro radicalismo de izquierda y nuestro extremismo de derecha. En algunas columnas aparecidas en este Diario y en otros, hemos dado cuenta de la dirección y extravío que ha tomado el radicalismo de izquierda que nos gobierna. Ocupémonos entonces ahora de nuestros radicales de derecha, aquellos que siguen creyendo en la teoría disparatada del fraude electoral y que abrazan la bandera de la cruz de Borgoña. ¿Qué comparten?
Quizá comparten, en general, la irracionalidad. En “El ocaso de la democracia”, Anne Applebaum, la historiadora norteamericana ganadora del premio Pulitzer, acaba su primera parte sentenciando que cualquier sistema político basado en la lógica y en la racionalidad siempre corre el riesgo de sufrir un brote de irracionalidad. ¿Cómo anticipar cuando esa irracionalidad comienza a normalizarse dentro de una sociedad? ¿Qué antídoto podemos tomar una vez que la ponzoña se ha inoculado?
Hay algo que me ha dejado seriamente cuestionado del libro de Applebaum. En la introducción, ella narra cómo junto a su esposo prepararon una fiesta de Año Nuevo en 1999, y cómo la gran mayoría de los invitados fueron amigos cercanos que podían ser calificados de “centro derecha”, pero que, pasados 20 años y después de la emergencia del populismo de derecha extrema polaco, hoy ya no se dirigían la palabra. Familias enteras divididas, hijos que no veían más a sus padres, mejores amigos que habían roto para siempre la amistad, vecinos que preferían cruzar la vereda para no encontrarse. ¿Les suena conocida la experiencia? Hay algo siniestro detrás del extremismo fanático cuando se instala en una sociedad y adquiere poder, justifica el veto manifiesto y la animadversión. La locura posee a la sociedad y normaliza la prédica de discursos de odio: o estás conmigo o contra mí.
No es novedoso que un movimiento de extrema derecha quiera boicotear la lectura de libros, ni que incite a prohibir el conocimiento (¡qué novedosa idea esta!), como lo intentaron hacer en la presentación del libro de Francisco Sagasti. Pero llama la atención que hayamos normalizado que estos apóstoles del fanatismo, premunidos de cascos y lanzas, tengan impunidad para ejercer su vigilancia policiaca maniquea. Sin embargo, no todos los adherentes a estos movimientos son tan descaradamente irracionales y violentos, otros simplemente se han dejado arrastrar por el río de las ‘fake news’ y las teorías de la conspiración. El video donde una señora, muy suelta de huesos, acusa y amenaza a una librería, indigna por la violencia verbal, pero desconcierta por la infinidad de estupideces que dice. Su cubil informativo es un búnker habitado por una manada de idólatras de la desinformación. Buena parte de la aristocracia limeña ha sido sermoneada con pasquines inverosímiles y creen, sin perplejidad, muchas insensateces.
Todavía como sociedad, la peruana está en el momento en que la irracionalidad no se ha instalado popularmente. Todavía, felizmente, sus líderes son una manga de políticos vilipendiados que han perdido todas las elecciones en las que han participado. Dicen ser nacionalistas de derecha, pero no se engañen creyéndolo, como bien recordaba Hannah Arendt, estos movimientos poco tienen de nacionalismo, sino que pretenden una construcción de algo que denuncian: un orden mundial según su particular concepción de la historia, un proyecto de panmovimientos internacionales liderado por voceros internacionales como Vox y otros partidos de extrema derecha, dentro de los que la derecha extrema peruana juega un papel menor.
El reto de la derecha liberal peruana debe ser reconstruirse como una opción tolerante y popular, capaz de disputarle la irracionalidad a esta simiente enfermiza que comienza a ganar espacios públicos. Ojalá, por el bien de nuestra democracia, pueda hacerlo. De lo contrario, las primeras páginas de “El ocaso de la democracia” nos parecerán cada vez más familiares en unos años, pues se habrá banalizado el mal.