Pedro Castillo debió haber sido vacado al minuto siguiente de su asunción al poder presidencial, como tendría que haber ocurrido también con Ollanta Humala en el 2011.
Ambos juraron, cínica y desafiantemente, por muchas cosas, menos por la Constitución vigente por la que habían sido elegidos y con la que tendrían que gobernar y deberían respetar.
Bastaba ese grave y público rechazo a la ley de leyes de la república para que Humala y Castillo fuesen declarados moralmente incapaces de ejercer la presidencia.
Desde entonces, Castillo viene acumulado impunemente demasiados vejámenes más a la moral presidencial, desde continuas mentiras flagrantes hasta nombramientos de ministros que ponen las funciones vitales del Estado en condiciones de total incompetencia, pasando por mantener al país entero en la más honda incertidumbre de los últimos 30 años con un absurdo proyecto de asamblea constituyente que no tiene sustento ni viabilidad alguna.
El Congreso no puede seguir humillándose más al dejar de actuar resueltamente en su prerrogativa sancionadora en defensa de la Constitución y la república.
Corremos el riesgo de que la propia separación de poderes en el Perú podría, inclusive, colapsar de la noche a la mañana, como si empezáramos a vivir un nuevo autogolpe de Estado.
Los actos y omisiones de Castillo nos están llevando aceleradamente a un enorme vacío de gobernabilidad, mientras que los poderes Legislativo y Judicial agravan su impotencia ante la práctica autocrática de los “hechos consumados”.
La presidencia peruana se ha convertido ahora, como nunca, en un espacio cerrado y secreto de mando personal y vertical, con la capacidad y la impunidad de buscar hacerlo y deshacerlo todo, sin controles ni sanciones.
En la práctica, estamos dejando de tener una Presidencia de la República democrática y legalmente constituida. La estamos dejando de tener, inclusive, desde cuando Martín Vizcarra disolvió inconstitucionalmente el Congreso, y desde cuando el caviarismo servil a él orquestó una revuelta social violenta en su intento de reponerlo en el poder después de su vacancia y labrar la caída de Manuel Merino de Lama, que hizo una transición presidencial legal y legítima, a la que este no debió renunciar jamás.
La vacancia de Vizcarra obedeció, entre otras cosas, al evidente descubrimiento de su vergonzosa metamorfosis de cruzado anticorrupción a cabeza visible de la estructura de corrupción que decía combatir y en cuya metamorfosis la fiscalía ha guardado un silencio cómplice hasta hoy.
Como el gobierno de transición se aprestaba a quitarle la careta anticorrupción al caviarismo, este forzó en las calles, en defensa propia y de Vizcarra, la renuncia de Merino de Lama y del Gabinete Flores-Aráoz, al extremo de culparlos de las consecuencias supuestamente criminales de la revuelta social. Si bien jurídica y penalmente las acusaciones no les alcanzan, la fiscalía busca, afanosa e increíblemente, vía el Congreso, la manera de imputarles el delito de omisión impropia; es decir, por no haber hecho nada.
Pudiendo haberse corregido en sus 100 días de ejercicio del poder, Castillo sigue arrojando por los suelos la moral presidencial al rodear de silencio y ocultamiento importantes procesos de toma de decisiones de gobierno y Estado; al haber facilitado el acceso al poder ministerial de facciones ligadas a la organización criminal de Sendero Luminoso, facciones como el Conare y Fenatep, con las que aún está comprometido; al alterar bruscamente los escalafones meritocráticos de las Fuerzas Armadas, de la diplomacia y de otras altas funciones de la carrera pública para la colocación y promoción de recomendados suyos; al no quitarse el sombrero en cada saludo a los símbolos de la patria ni en cada juramentación suya y de sus ministros ante el crucifijo y la biblia católicos, como si su sombrero y su vestimenta liki-liki (a los que, sin duda, tiene todo derecho de uso y exhibición) hubiesen sido declarados, por decreto, uniformes oficiales del mandatario; y, finalmente, al reservarse para sí y en sí el derecho de los peruanos a estar debidamente informados, negándole a la prensa suficiente acceso a conocer los asuntos de gobierno y Estado, que no son asuntos secretos, sino públicos.
Señor presidente, si usted es consciente del elevadísimo cargo que ocupa, rectifique su conducta frente a la Constitución y frente a todos los peruanos, para los cuales gobierna. De otro modo, reevalúe su responsabilidad de continuar cumpliendo el mandato para el cual ha sido elegido: no como legislador, para vivir las 24 horas del día soñando en una inexistente asamblea constituyente, sino para Gobernar –así, en mayúsculas– y resolver los problemas dramáticos del país.
La siguiente opción será atenerse a las consecuencias de sus propios actos, a manos de un Congreso que, a su vez, debe elegir entre el futuro del país y sus conflictos de interés.