Se cumplen la semana entrante 50 años de la conferencia dictada, como manda el protocolo, por el economista austriaco Friedrich Hayek con ocasión de recibir el Premio Nobel de 1974 (a medias con el sueco Gunnar Myrdal). La conferencia, “The Pretence of Knowledge”, comienza con una paradoja: el prestigio creciente de la economía, que había llevado precisamente a la creación del Nobel cinco años antes, y simultáneamente el estancamiento con inflación (o “estanflación”) de la época por obra y gracia de la doctrina económica en ese entonces predominante, el keynesianismo.
El fracaso de los economistas, decía Hayek, se debía a su afán por imitar los métodos de las ciencias naturales. Entre todas las posibles explicaciones del desempleo, se habían centrado en la única para la cual parecía haber suficiente evidencia cuantitativa: una presunta relación directa entre el gasto total y el nivel de empleo o, vista desde el ángulo contrario, entre la insuficiencia del gasto total y el desempleo. Una explicación no muy alejada de la idea contemporánea de que hay que promover la inversión a toda costa para crear empleo.
Para Hayek, el desempleo se explica por un desajuste entre la oferta y la demanda de distintos tipos de trabajo, un desajuste que no se corrige aumentando el gasto total en la economía, sea gasto de consumo o de inversión, sino subiendo o bajando las remuneraciones, que es como se equilibran los mercados. Lamentablemente, no sabemos –y ninguna pretensión científica nos lo podrá decir– cuánto exactamente hay que subir o bajar las remuneraciones de cada tipo de trabajo para eliminar el desempleo. La economía no puede aspirar a hacer predicciones cuantitativas, como hacen las ciencias naturales, porque trata sobre fenómenos “esencialmente complejos”, que responden a las decisiones de millones de personas. Solamente puede predecir las pautas generales del comportamiento del mercado.
En las ciencias sociales, termina diciendo Hayek, la pretensión del conocimiento no solamente es inútil, sino peligrosa. La confianza injustificada en nuestra capacidad de hacer predicciones exactas alimenta las ansias de poder de quienes creen que la planificación de la actividad económica, con la inevitable dosis de coerción que supone, puede conferir grandes beneficios a la humanidad, olvidando que el progreso alcanzado hasta ahora ha sido, más bien, fruto del orden espontáneamente surgido de la interacción humana. Una advertencia que no debemos ignorar hoy que una versión moderna de la tantas veces fracasada “política industrial” ejerce una fascinación cada vez mayor entre los gobiernos de los países desarrollados.