Por un lado, es cierto que el remedo de gobierno que actualmente padecemos no cumple el estándar más mínimo de gobernabilidad, sostenibilidad y estabilidad consustancial a una república moderna. Ningún pueblo estatuye un régimen democrático para someterse, como ahora lo estamos, a los desvaríos de una camarilla lumpenesca. Ese no puede ser el estándar. Pero, por otro lado, con cinco presidentes desde el 2016, tampoco puede sostenerse sin rubor que la normalidad de nuestra democracia se parezca a la compulsiva y recurrente sustitución de liderazgos presidenciales que observamos y que perfectamente nos podría conducir a un sexto jefe de Estado en seis años. Uno por año en promedio.
Ni la continuidad ni la ruptura del actual mandato se acercan, pues, al ideal republicano. Y, sin embargo, esta crisis tendrá que resolverse en algún sentido. ¿Cómo hacer para que esa salida resulte no solo lo menos accidentada posible, sino que, además, preserve los ideales y mecanismos democráticos que ya venimos desgastando impúdicamente?
Sostiene el historiador israelí Yuval Noah Harari, en la última edición de la revista británica “The Economist”, que el desenlace de la situación en Ucrania determinará el futuro de toda la humanidad porque podría significar el retroceso de la implícita renuncia de nuestra civilización a la guerra (“paz nueva”) y el retorno de la violencia como catalizador de la realidad global. Similarmente, lo que decidamos en el Perú al resolver nuestro actual dilema democrático podría constituir un punto de no retorno en nuestra convivencia y su sostenibilidad democrática. Dice Harari: “A pesar de la historia, de la pobreza triturante, y de los obstáculos aparentemente insuperables, los ucranianos establecieron una democracia […]. Su democracia es una cosa nueva. También lo es la ‘paz nueva’. Ambas son frágiles, y podrían no durar mucho. Pero ambas son posibles, y podrían echar profundas raíces […]. Todo se reduce a decisiones humanas”.
Salir de nuestro actual enredo político con una democracia razonablemente indemne depende, pues, de nuestras propias decisiones. Resulta indispensable que ellas se tomen sin perder de vista nuestro propósito ulterior –por no decir trascendente– y nuestro común destino, nuestro colectivo interés. Ello requiere que activemos –como escribí hace poco en estas páginas (04.12.21)— la mejor versión de nosotros mismos. En cambio, lo que vemos por doquier es a políticos de toda laya, y no solo en el Poder Ejecutivo, llevando agua para su molino, boicoteando avances y reformas, tirándose la pelota de las responsabilidades y autovictimizándose. Como dice Adam Grant, profesor de psicología organizacional en la escuela de negocios Wharton, la autovictimización es una estrategia de narcisistas y psicópatas. Decía Séneca que toda crueldad proviene de la debilidad. Por ello –añado yo–, suele ser una atractiva coartada para esconder la perversión (18.12.21). La salida a esta crisis, causada por la incapacidad absoluta –que incluye, por cierto, la debilidad moral– del presidente Castillo, solo puede ser resuelta si se enfrenta desde la integridad.
Si todos los agentes decisores actúan de manera oportunista, atendiendo tan solo su pequeño beneficio, el resultado agregado será el peor posible, como nos enseña la teoría de los juegos a través del Dilema del Prisionero: cuando dos prisioneros detenidos por separado y sin posibilidad de comunicarse se traicionan recíprocamente, ambos reciben la condena más dura. En cambio, si ambos cooperan, el resultado es el segundo posible más beneficioso para ambos. El problema es que el resultado más favorable para uno de ellos se produce cuando el otro coopera y este lo traiciona. Es decir, cuando se busca ganar a toda costa y que el otro pierda, descartando cualquier cooperación.
Varios escenarios políticos pueden configurar situaciones similares al dilema teórico descrito: si renuncia el presidente, ¿lo hará también la vicepresidenta? Si se van ambos –vía renuncia, destitución o vacancia–, ¿se convocan elecciones generales o solo presidenciales? Más allá de que, como abogado y antiguo profesor de Teoría General del Derecho –la rama que se ocupa de la interpretación jurídica–, encuentro que hay argumentos válidos en ambas posiciones, la situación reclama una actitud colaborativa, desprendida y enfocada en el propósito de salvaguardar la democracia, no de retener el poder, el privilegio o la curul. Generosidad, grandeza, integridad. Parafraseando a Harari, salvar la democracia peruana es posible. Todo se reduce a decisiones humanas.