Durante la campaña electoral, el entonces candidato Pedro Castillo y sus aliados anunciaban la implementación de una segunda reforma agraria. Sabiendo los resultados económicos y el retroceso que significó la reforma agraria de Velasco, este anuncio buscaba agudizar las contradicciones. Sin embargo, la discusión es válida y urgente, pues es cierto que, como país, dejamos de lado a los peruanos que viven en zonas rurales y olvidamos a los pequeños agricultores y ganaderos. Los dejamos solos y los vimos más como un problema que como una oportunidad de desarrollo.
Pese al crecimiento económico de los últimos 20 años, el interior del país no ha sido prioridad. Los distintos gobiernos implementaron programas de alivio de la pobreza, pero no de desarrollo económico, al no ser considerados rentables. A ello se suma que las distintas instituciones que operan en regiones realizan inversiones de manera aislada. La falta de acción coordinada impide que se aprovechen las complementariedades y posibles sinergias, y los resultados no corresponden con el nivel de gasto.
La pequeña agricultura ha sido un sector abandonado. Además de la alta incidencia de pobreza en zonas rurales –46% de la población rural es pobre–, la falta de oportunidades en el desarrollo del campo trae consigo un limitado desarrollo social y cultural, y un aumento de la migración de la población joven a las grandes ciudades. Esto se traduce en la reducción de la actividad agrícola y la pérdida potencial de ingresos económicos, además del quiebre del tejido social.
Sin embargo, cuando el Estado ha intentado regular la producción agrícola, el resultado ha sido nefasto. Recordemos, por ejemplo, la crisis de los paperos (2018), que generó un paro agrario que terminó con la vida de dos peruanos y con el Estado comprando la sobreproducción.
A nivel nacional existen 2′128.282 unidades agropecuarias dedicadas a la agricultura, ganadería, silvicultura, pesca, acuicultura y pastoreo que son administradas y operadas a nivel familiar, con extensiones de tierra de hasta diez hectáreas. Para sacarlos de la pobreza y hacerlos sostenibles, es necesario insertarlos en cadenas productivas que mejoren su competitividad e ingresos. Para ello, es preciso trasladarles tecnología, asistencia técnica y lograr que accedan a fuentes de financiamiento. Ello solo se logrará con la articulación entre el Estado, el sector privado y expertos en desarrollo económico.
Es importante promover la organización de agricultores familiares a través del desarrollo de una estrategia con enfoque territorial que considere la diversificación de cultivos y emprendimientos. En ello, la participación del sector privado es crucial para permitir la formación de clústers (grupo de empresas interrelacionadas y concentradas geográficamente) y la incorporación de estos a cadenas productivas. El sector privado tiene la experiencia y el conocimiento que los pequeños agricultores y el Estado no tienen. Responden a la demanda por productos determinados y con contratos a largo plazo, generando predictibilidad y mayor seguridad en las inversiones. Este tipo de alianzas permite también acceso a financiamiento y puede generar escalas suficientes para crear impacto permanente en la reducción de pobreza.
El Estado debe contribuir con inversión en infraestructura adecuada que permita conectar mercados (caminos, carreteras, reservorios, canales, etc.) y servicios como titulación de tierras, capacitación, innovación y, además, levantando barreras burocráticas.
Como parte de su estrategia, el Gobierno ha anunciado la creación de un nuevo Banco Agrario. Ejercicio ocioso que ya demostró ser un incentivo perverso. En experiencias anteriores no solo no se logró mejorar las capacidades de los pequeños agricultores, sino que ocasionaron forados impagables que debieron ser asumidos con el dinero de todos los peruanos. Es momento de ocuparnos de las zonas rurales y de los pequeños agricultores. Pero hagámoslo de la manera correcta. El Gobierno no necesita inventar la pólvora ni repetir errores pasados. La evidencia es clara y la articulación entre el Estado, el sector privado y expertos en desarrollo económico es clave.