En todo el mundo se discute sobre los peligros y las amenazas sobre la democracia; América Latina y, por supuesto, nuestro país no son ajenos a estas preocupaciones.
Una mirada rápida a la región resalta los riesgos de prácticas autoritarias. Se ha vuelto moneda común en muchos de nuestros países el desprecio a las instituciones liberales y representativas de la democracia, a las prácticas republicanas, en nombre de principios “mayoritaristas” que se supone son “auténticamente” democráticos. En el tiempo reciente, Venezuela es el ejemplo más extremo de esto, y este tipo de prácticas ha sido seguido en la Nicaragua de Daniel Ortega con particular falta de escrúpulos. Otros países con líderes con claras tendencias autoritarias son El Salvador con Nayib Bukele, México con Andrés Manuel López Obrador, o Brasil con Jair Bolsonaro; como puede verse, se trata de una amenaza que puede venir tanto desde la derecha como desde la izquierda. En nuestro país, también tuvimos el temor de un liderazgo de estas características con Pedro Castillo, pero ya hemos comprobado que, a diferencia de estos gobernantes que gozan de altos niveles de aprobación a sus gestiones, aunque sobre la base de políticas de gestos e iniciativas efectistas, en nuestro caso tenemos un gobierno muy fuertemente marcado por la improvisación y la incompetencia.
Con todo, compartimos con esos y otros países el vivir climas polarizados en el debate político y la primacía de lógicas de confrontación antes que de concertación, así como la ocurrencia de eventuales estallidos de movilización y protesta social. Se han generalizado retóricas populistas como forma de legitimación y búsqueda de movilización política a lo largo del espectro político, en las que se busca crear un “nosotros” basado en la descalificación y satanización de los adversarios, tanto en la izquierda como en la derecha.
Allí donde han funcionado el pluralismo y la alternancia propias de la democracia, los conflictos han encontrado cauces institucionales: Ecuador, Chile, Colombia y Bolivia, países muy convulsos hasta hace poco, hoy, en medio de sus dificultades, están abriendo nuevos caminos. Cuando estos caminos se cierran o limitan, las oposiciones enfrentan dilemas existenciales, como en Venezuela, por ejemplo. ¿Cómo responder al desafío del autoritarismo? Una lección importante que deberíamos aprender de casos como este es la importancia de contar con una oposición mínimamente cohesionada, en torno a plataformas democráticas. No resulta una buena idea responder a las amenazas contra la democracia con prácticas no democráticas porque termina legitimando prácticas que luego se tornan en contra de quienes hoy las promueven.
En nuestro país, por ejemplo, se está abusando claramente del mecanismo de declaratoria de vacancia de la Presidencia de la República por incapacidad moral permanente. Hace poco, Adam Przeworski decía que lo esencial en una democracia es que las elecciones sean el principal mecanismo de resolución de conflictos; generan ganadores y perdedores temporales, donde los perdedores deben tener una expectativa razonable de triunfo más adelante y los ganadores deben aceptar la eventualidad de dejar el poder más adelante. Y donde el respeto a las reglas, que legitiman un mandato por un tiempo definido, es lo que permite el juego democrático.
Si bien Castillo está tomando decisiones que hacen que esperar cinco años parezca una eternidad, tomar atajos como la vacancia condena a nuestro régimen político a la inestabilidad permanente. En realidad, estamos viviendo un nuevo episodio de una crisis iniciada en el 2016, el quiebre de reglas mínimas de convivencia entre nuestras élites políticas. En todo caso, la respuesta a gobiernos autoritarios, corruptos o incapaces debe respetar y utilizar los propios mecanismos que establece la democracia. Estos existen, pero requieren de liderazgo y un acuerdo mínimo entre sectores democráticos que aíslen a las posturas confrontacionales y extremistas, y que construyan una salida. Ese camino requiere de un compromiso, en la izquierda y en la derecha, de aislar posturas extremistas e intereses particularistas, y la gesta de un pacto de convivencia mínimo. Ese pacto involucra necesariamente a fuerzas dentro, pero sobre todo fuera del Congreso.