Los impuestos han sido un protagonista clave de nuestra historia. La famosa rebelión de Túpac Amaru, cuyo inicio conmemoramos hace solo unos días, tuvo como detonante los tributos que el régimen de los Borbones ajustó sobre la población indígena bajo la forma de alcabalas, contribución por cabeza y la obligación del trabajo en la mita minera. El propio movimiento por la independencia puede entenderse como una reacción de los peruanos contra una carga fiscal vista como opresiva, en la medida que el Estado virreinal no compensaba dichos impuestos con bienes y servicios equivalentes.
El rechazo al impuesto con el que nacimos a la vida republicana, aliado al milagro del guano, nos introdujo en un modelo de fiscalidad sin impuestos, en el que el Estado vivía del estanco aplicado a la exportación de materias primas que dejaban una ganancia extraordinaria por tratarse de recursos monopólicos u oligopólicos en el mercado mundial. La guerra del salitre pronto nos enseñaría que se trataba de un modelo inestable y peligroso, sobre todo cuando los Estados vecinos andaban en la misma tesitura.
Tal vez la lección más importante que le dejó al país la derrota plasmada en el Tratado de Ancón fue que el Estado debía vivir de los impuestos aportados por los ciudadanos y no de una renta patrimonial pagada finalmente por los consumidores del extranjero. Al gobierno de Andrés Avelino Cáceres le correspondió montar un esquema tributario de emergencia, basado en los impuestos al consumo. Se gravaron, por un lado, los bienes importados y, por el otro, bienes que, a la vez que eran difíciles de sustituir, gozaban de un extendido consumo entre los habitantes de estas tierras, como el tabaco, los alcoholes, la sal, el azúcar, el opio y los fósforos. El gobierno del héroe de la Breña trató también de instaurar una “contribución personal”, que recordaba al tributo abolido en 1855, salvo por el hecho de que el impuesto debía ser pagado por todos los varones adultos y no solo por los indios. Pero después de una década de esfuerzos fallidos y la ocurrencia de rebeliones desatadas por el intento de cobrarla, la contribución fue derogada por la revolución de Piérola de 1895.
El esquema de los impuestos al consumo permitió la sobrevivencia del Estado después de la crisis de la guerra del 79, y estuvo en la base de la reconstrucción del sector exportador, que gozó de una bonanza durante las primeras décadas del siglo XX. Pero se mostró insuficiente para conseguir que el Estado pudiera masificar los servicios de educación y salud, que en dicha época fueron percibidos como la llave para la integración nacional y la superación de lo que dio en llamarse el “problema del indio”. Para superar esta insuficiencia fiscal se recurrió en 1915 a la aplicación de un impuesto a las exportaciones que, aunque cobrado en las aduanas, venía a ser en verdad un gravamen sobre las ganancias de la exportación. Este impuesto fue la base del activismo del Estado en materia de obras públicas durante los 15 años siguientes. Otro hito decisivo fue la introducción del Impuesto a la Renta en 1926, por obra del gobierno de Leguía, puesto que rompió con el tabú de que las rentas del trabajo no debían ser gravadas en este país del Ama Quella. El impuesto comenzó a cobrarse recién en 1936, debido a las resistencias de los afectados y al clima de inestabilidad de dichos años, que incluyeron el derrocamiento de un presidente y el asesinato de otro.
Otras reformas fiscales trascendentes fueron las de Belaunde en su primer gobierno y las de Fujimori en los años 90. El arquitecto creó el impuesto al valor de la propiedad predial y a la propiedad de acciones en la Bolsa, a la que vez que unificó los diferentes tributos en el Impuesto Único a la Renta. Nació un padrón de contribuyentes, a quienes se identificó mediante una libreta tributaria, y un Banco de la Nación para el depósito de los impuestos. El prolongado gobierno militar que le sucedió volvió parcialmente al esquema de la época del guano, estatizando el sector exportador, pero no modificó las líneas maestras del esquema tributario. Se concedieron, en cambio, diversas exoneraciones a sectores a los que se quería beneficiar o neutralizar políticamente.
En los años 90 hubo un importante esfuerzo de simplificación del esquema tributario, cuyas columnas maestras serían el Impuesto General a las Ventas (IGV) y el Impuesto a la Renta, que fueron potenciados al terminar con muchas de las exoneraciones anteriormente concedidas. Las múltiples tasas se redujeron a unas pocas y los derechos de importación fueron rebajados a niveles sin precedentes en nuestra historia económica, bajo la idea de liberalizar el consumo. La libreta tributaria fue reemplazada por el Registro Único de Contribuyentes (RUC) y se abrió un Registro de Principales Contribuyentes.
Las reformas de los años 60 y 90 fueron exitosas al mejorar la presión tributaria y crear organismos estatales capacitados para la compleja labor fiscal. Es de desear que la reforma que hoy se emprende consiga resultados semejantes, para lo que sus autores harían bien en revisar nuestra nutrida historia tributaria.