“La ética es el sistema inmunológico de cualquier institución”, así concluyó mi querido y admirado mentor Felipe Ortiz de Zevallos su intervención en CADE esta semana. Klaus Schwab, del World Economic Forum, habló de ampliar la definición de capitalismo e incluir capital humano, social, ecológico. Jay Coen Gilbert, de Imperative 21, instó a los empresarios a hacer activismo –incluso político– para lograr sociedades más justas. Semanas antes, varios líderes empresariales se manifestaron por la estabilidad democrática. En Estados Unidos, asociaciones empresariales rechazaron que la turba instigada por el presidente Trump tratara de impedir que el Congreso certifique el triunfo de Biden.
Allá y acá hombres de empresa –donde supuestamente prima el egoísmo– desafían a los políticos que persiguen intereses subalternos, individualistas y/o narcisísticos en lugar del bien común. Política individualista, empresa social… ¿Estamos ante un radical cambio de paradigma? Ya el premio Nobel de Economía James M. Buchanan, advirtió que los políticos son también maximizadores de beneficios, y el impacto social positivo de la empresa, que utiliza la empatía para entender a sus clientes, fue explicado por Adam Smith –profesor de Filosofía Moral, nada menos– en su “Teoría de los Sentimientos Morales” desde 1759.
El gurú del management Simon Sinek sostiene que antes de los setentas no era común ver despidos masivos para equilibrar “a la mala” los balances, ni esquemas financieros fraudulentos o antiéticos, ni guerras comerciales ruinosas, ni liderazgos empresariales narcistas. Lo que habría detonado todo eso sería la mentalidad de “juegos finitos”: entender la competencia como una dinámica con reglas fijas que genera un resultado final (“ganar”). Pero lo cierto es que nadie declara ganadora a una empresa poniendo fin al juego, ni siquiera cuando su competidor quiebra; el resultado nunca es definitivo, permanentemente cambian las reglas y jugadores. O, como diría un economista, no es un juego de suma cero. Es uno “infinito” (dice Sinek), abierto, en el que no tiene mucho sentido fijar objetivos rígidos, pues todo es muy contingente y cambiante.
En efecto, lo que solemos asumir como permanente no lo es. La democracia, los derechos humanos, la industria, la mayoría de profesiones liberales, etc., no tienen más de 250 años. La humanidad, al parecer, 300 mil (fósiles de Jebel Irhoud, Marruecos). Si como especie tuviéramos un día, recién desde hace menos de un minuto y medio vivimos como vivimos. Y las transformaciones son insospechadas. Muchos autores creen que la peste negra desencadenó la modernidad al reconcentrar la riqueza por la brutal caída demográfica. A ello habría que sumar la invención de la imprenta, que inició la masificación del conocimiento.
Ahora imaginemos lo que podría gatillar la conjunción de los cambios que traerá la actual pandemia con las tecnologías que se vienen gestando. Ninguna organización puede pretender seguir haciendo lo mismo por mucho tiempo. Pero sí repensar y reformar cómo lo hace si tiene claro para qué lo hace. Es decir, volviendo a Smith, qué necesidad humana y/o social va a solucionar; lo que los marketeros llamarían el “job funcional”. Si es transportar, no tiene sentido aferrarse al producto “carreta” y ni siquiera al auto si en el futuro fuera posible la teletransportación.
En “El hombre en busca de sentido” el psicólogo Viktor Frankl observa que quienes sobrevivieron a Auschwitz (incluido él) fueron quienes tenían un objetivo ulterior que les permitía soportar el sufrimiento. Eso es propósito. Ninguna empresa podrá sobrevivir a lo que viene si pierde de vista su utilidad social. En mis conversaciones y sesiones de consejería con líderes empresariales encuentro a menudo que la vorágine del día a día los hace actuar como si lo operativo fuera un fin en sí mismo. Olvidan que el fundamento existencial de sus organizaciones es servir a los otros, no necesariamente por altruismo, sino incluso por la eficiencia que trae la especialización del trabajo. El cortoplacismo, que usualmente es también la causa de la traicion, la mentira y la corrupción, es literalmente una miopía porque deja ver solo lo inmediato. En cambio, hacer lo correcto, vivir el propósito –social– de la empresa, a la larga, sí paga.