Es tal la carga de polarización y confrontación política en el mundo que los consensos, necesarios para revertir estos fenómenos, aparecen lamentablemente devaluados y por los suelos.
Los consensos se han vuelto descartables en lugar de perdurables. Se usan y se botan.
Ahora mismo los necesita Chile, donde la concertación de los primeros años de recuperación democrática dio paso a la fuerte rivalidad pendular Piñera-Bachelet, Bachelet-Piñera, izquierda-derecha, derecha-izquierda, hasta el disenso violento de estos días; los necesita Bolivia, donde Evo Morales no dejó que hubiera nadie más que él en el escenario político, hasta pretender extender su poder por cuarta vez mediante un fraude electoral felizmente descubierto y denunciado por la OEA; los necesita el Perú, con elecciones parlamentarias complementarias a las puertas, a causa de la disolución inconstitucional del Congreso por el presidente Martín Vizcarra, en un panorama al 2020 y al 2026 urgido de un shock de reformas políticas y judiciales; y los necesitan, por supuesto, Venezuela, Colombia, Ecuador y Brasil, países que se encuentran bajo el mismo desafío: tener que construir acuerdos entre los que no piensan igual pero que cuentan con iguales derechos a coexistir política y socialmente bajo reglas de juego comunes, y en búsqueda de fines y objetivos comunes.
Es una ironía desconcertante que muchas democracias nacidas al calor de grandes acuerdos y consensos, sin los cuales no hubieran logrado salir adelante –como, por ejemplo, la española, con el recuerdo aún vivo de los Pactos de la Moncloa de 1977–, lleven años en cíclicos disensos. Es como si los consensos, lejos de ser fundamentos y mecanismos indispensables de institucionalidad y gobernabilidad, adquiriesen de pronto una condición descartable y solo sirvieran como salvavidas de democracias en caída libre.
Las democracias latinoamericanas se distinguen habitualmente por un gobierno de turno que, al margen de ser de izquierda, centro o derecha, le importa mantener siempre a raya a la oposición, de la misma manera que a la oposición le importa a su vez, y si puede, mantener en zozobra al gobierno de turno. Es más: mientras la oposición hace todo lo posible para que quien esté en el poder termine mal, el gobierno de turno hace lo posible para que la oposición de hoy no gane la elección de mañana. Así, llega un momento en el que la intolerancia mutua tensa tanto la cuerda que esta termina por romperse. Y sobreviene la crisis, en la que, por cierto, no hay ganadores, solo perdedores, incluidos el país, el presupuesto nacional y los gobernados, que son los que pagan los platos rotos del juego de quién es más fuerte.
Es recién en este punto dramático en donde todos voltean la mirada hacia los acuerdos y consensos, como los buscó el Perú en la transición de Valentín Paniagua y en la Mesa de Diálogo de la OEA, en el año 2000, para destrabar la crisis heredada de la autocracia fujimorista de entonces y crear las condiciones de recuperación de una estabilidad institucional que nos ha permitido cinco sucesiones presidenciales constitucionalmente normales.
“Los peruanos necesitamos constatar que la cooperación entre poderes del Estado y entre políticos es posible, si no, la democracia no tiene sentido”, dice el politólogo Alberto Vergara (en una entrevista con María Alejandra Campos publicada en El Comercio, el 17/11/19). ¿Podrá nuestra clase política asimilar esta afirmación y la siguiente del mismo Vergara en el sentido de que “la historia del Perú es un cementerio de proyectos políticos”?
Las polarizaciones y las confrontaciones que agitan hoy el mundo, y particularmente América Latina, serían sin duda menos graves y menos destructivas en la medida en que los acuerdos y consensos fuesen parte permanente y no descartable de las estructuras de partido, gobierno y oposición.
No veo a Chile ni a Bolivia ni al Perú ni a Venezuela saliendo de sus respectivas crisis políticas sin acuerdos y consensos maduros y responsables. Y si hay quienes los han olvidado, pues tendrán que tomar conciencia de su extraordinario valor y de la enorme necesidad de deponer odios, recelos, prejuicios y exclusiones.