A casi cuatro semanas de la presentación de su informe final, las recomendaciones de la comisión de reforma política han pasado un tanto desapercibidas en medio de los conflictos mineros en el sur del país, el debate de investidura del nuevo Gabinete y las preocupaciones de siempre por la popularidad del presidente de la República. ¿Qué nos ha dejado este informe?
El reporte tiene como punto de partida un diagnóstico de nuestro sistema político que pone énfasis, por un lado, en el colapso de la representación que surgió tras la dictadura militar y, como consecuencia de este colapso, en la aparición de una serie de actores políticos informales que contribuyeron a una precarización general de la vida política nacional. Ante esto, la comisión plantea de manera acertada una reforma integral en tres grandes frentes: el sistema de gobierno, el de partidos y el sistema electoral. En cada uno de estos frentes se sugieren cuatro grandes ejes de reforma: la lucha contra la corrupción, la gobernabilidad, las organizaciones políticas y la representación y, finalmente, la participación política.
El eje de la representación política contiene grandes aciertos. En primer lugar, la comisión plantea reducir los niveles de informalidad política, facilitando por un lado la inscripción de nuevos partidos –que ya no necesitarían recolectar firmas para obtener el registro– y por el otro agilizando la cancelación de la inscripción si no se participa en elecciones legislativas o subnacionales. Esto claramente ayudaría a reducir la dependencia de las organizaciones que funcionan como vientre de alquiler. En segundo lugar, el informe contempla para todos los cargos de elección popular, la adopción de elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias organizadas por la ONPE. Estas tienen el fin de involucrar a los ciudadanos en la conformación de las candidaturas. Finalmente, la comisión establece la eliminación del voto preferencial, que al ir de la mano de primarias abiertas y de un esquema en el que los precandidatos más votados ocupen los primeros lugares de la lista, limitaría el poder de las cúpulas partidarias en la formación de las listas.
En el eje anticorrupción, las sugerencias de la comisión constituyen también un gran avance. El requisito de no contar con sentencia condenatoria en primera instancia para ser candidato es un gran paso al frente. Igualmente, en el eje de participación, es positivo que se elimine la prohibición de no publicar encuestas en la semana previa a la elección. La norma actual genera una desigualdad en el acceso a la información y facilita la difusión de encuestas falsas. Es también una buena noticia que no se haya caído en la tentación de proponer el voto voluntario. Existe suficiente data que muestra que son los ciudadanos más pobres los que tienden a acudir menos a las urnas cuando el voto no es obligatorio. Lo último que este país necesita es que sus ciudadanos menos privilegiados estén aun más subrepresentados.
Frente a estos aciertos, el informe final de la comisión tiene dos grandes limitaciones. La primera es la confianza excesiva en las bondades del bicameralismo. El Parlamento peruano ha sido bicameral durante gran parte de su historia y la calidad de sus leyes ha estado lejos de ser ejemplar. Si tenemos una imagen un tanto idealizada de los congresos de otras épocas, es en buena medida porque los partidos funcionaban un poco mejor, no necesariamente porque eran bicamerales. Si la idea era proponer la restitución del Senado, se podría haber sido más audaz y buscado que una parte de la Cámara Alta fuera elegida de manera indirecta para darles representación a los grandes temas de interés para el futuro del país (ver mi columna “Una democracia para nuestros grandes desafíos”).
La segunda limitación es mucho más preocupante y pasa por un diagnóstico incompleto de nuestra historia política reciente: con todas sus deficiencias, nuestro país ha alcanzado una continuidad democrática de casi 20 años que es fundamental preservar. Si la protección de esa democracia hubiera sido uno de los grandes objetivos de la reforma, la comisión no habría propuesto que la elección legislativa se lleve a cabo junto con la segunda vuelta electoral. Esta disposición, en combinación con distritos aún más pequeños –al dividir la circunscripción de Lima Metropolitana– y la cifra repartidora, llevaría, casi con seguridad, a una mayoría legislativa del partido de gobierno. Si a esto se suma un poder de veto legislativo más amplio para el presidente, nos enfrentamos a un poder presidencial potencialmente excesivo. En un sistema institucionalmente débil y tan proclive a los autoritarismos como el nuestro, es preferible que los partidos estén obligados a pactar, incluso si esto dificulta la aprobación de la agenda legislativa del Ejecutivo.
El primer ministro Salvador del Solar ha llevado un paquete de reformas al Congreso que incluye los cambios planteados por la comisión, con excepción del restablecimiento de la bicameralidad. El Parlamento debería aprobar la mayoría de estas reformas, pero bajo ningún motivo debería aceptar que el Congreso sea elegido en la segunda vuelta electoral. Nuestra precaria democracia no necesita mayorías legislativas de un solo partido.