Con la aprobación de la nueva ley, el problema de la universidad peruana no acaba, sino que comienza a agravarse y muy pronto veremos sus terribles consecuencias.
Pero vamos por partes: los auténticos responsables de que esa norma inconstitucional terminara aprobándose son todos aquellos que se dejaron apantallar por una estrategia propagandística gubernamental burda pero efectiva, según la cual prácticamente todas las universidades, públicas y privadas, serían un desastre. La manipulación efectista cautivó a quienes –por su ignorancia sobre la educación superior y porque ni siquiera leyeron el proyecto– terminaron identificando a todos los rectores con un sujeto singular que lucra descaradamente. Lo peor es que bajo esa plataforma de desprestigio sistémico primero se destrozó a la Asamblea Nacional de Rectores (entidad que más bien necesitaba ser reforzada en sus funciones); y luego se vendió el pretexto de la búsqueda de calidad educativa para allanar un intervencionismo estatista equivalente al del velasquismo de la década de 1970.
Así, y con la complicidad ignorante de un Congreso totalmente desprestigiado, se ha impuesto una ley que nace de la visión controlista y antiliberal de los ex rectores Lerner, Burga, Sota Nadal y Lynch, eventuales miembros de una superintendencia (la Sunedu) que nace como órgano suprauniversitario con atribuciones excesivas e ilegítimas, pues se reserva la última palabra sobre las decisiones de cada universidad.
La norma es, entonces, inconstitucional: avasalla la autonomía universitaria y está viciada de nulidad porque pese a ser ley orgánica (y no necesita llamarse tal mientras regule libertades fundamentales), debió ser votada con mayoría calificada. Y es también retrógrada porque le reconoce facultades rectoras sobre las universidades a un Ministerio de Educación que solo debe coordinar y regular pero sin intervenir a la universidad peruana.
El control político de la educación superior –que ahora se pretende orientar a un insulso pragmatismo que privilegia la formación de profesionales y no de académicos y humanistas– es de tal magnitud que, en adelante, los nueve ‘sabios’ de la Sunedu podrán hasta cerrar universidades con una facilidad extrema bajo el pretexto de la calidad.
El gobierno nacionalista se está metiendo así por la puerta falsa a controlar no solamente a las instituciones universitarias, sino el destino y hasta el voto de más de tres millones de jóvenes ciudadanos que dependerán en su formación y titulación de un grupo de comisarios políticos. ¿Recuerda al modelo chavista, no?
Es cierto, la nueva ley pudo ser peor, pero el producto actual es pésimo y, encima, entraña una amenaza mayor porque todavía no se ha hecho el reglamento; y, ya sabemos, por esa vía el gobierno podría poner una espada de Damocles sobre la cabeza de universidades y autoridades a las que considere enemigas. Frente a todo eso hoy toca pasar al rescate de la constitucionalidad y la defensa de la autonomía universitaria.
Los alumnos, profesores, administrativos y autoridades debemos estar juntos en esta lucha por el rescate de la libertad de pensamiento, de crítica, de enseñanza y de ejercicio democrático de ciudadanía. Confío, por supuesto, que mi alma máter sanmarquina –junto a todas las universidades públicas y privadas– vuelva a tomar el liderazgo en la lucha