Después de los padres, los maestros son las figuras más importantes de nuestras vidas. Nadie influye tanto como un maestro o maestra que dice alguna frase que nos abre un mundo para siempre. Nuestra gratitud es infinita.
Esta semana, muchos de los que fuimos y somos alumnos suyos recordamos a uno de los grandes maestros de la educación peruana. Desde 1948, Luis Jaime Cisneros hizo de la Universidad Católica el centro de su vocación. Muchos no olvidamos las primeras clases del curso de Lengua en la Plaza Francia, cuando una figura delgada, de bigote corto y dicción sostenida, se refirió por primera vez a la separación entre Lengua y Habla. Ese día tuvimos rápidamente la impresión de que no se trataba solo de un curso sobre el funcionamiento del lenguaje, sino sobre el funcionamiento de la vida, tal y como la empezábamos a conocer. Las clases nos estimulaban la curiosidad sobre asuntos que nos concernían. Con el tiempo, también se convirtieron en estímulos sobre la belleza del idioma. Algunos no olvidaremos la serenidad sostenida de la voz de Luis Jaime cuando recitaba pasajes de “El Aleph” de Borges y la carta a Rocamadour de “Rayuela”. Como todo buen maestro, no nos enseñaba lengua o literatura, sino el amor a la lengua y a la literatura, como espejos de quiénes somos. En una ocasión, definió la función del profesor como la de un sembrador que ayuda a poner una semilla en el alumno.
En sus clases de los cursos de Estudios Generales, frente a varias decenas de alumnos, se paseaba de un lado a otro, señalando de pronto a un alumno por su apellido para que le contestara alguna pregunta. En los aún tiempos de la dictadura del gobierno militar, usaba ejemplos según los cuales “las mariposas son multicolores pero los gorilas tienen un color uniforme”. Esta frase dicha en clase llevó a que algún oficial enojado visitara al rector. También insistía en el uso del pasado imperfecto como en “Pedro amaba”, donde el verbo no definía los límites temporales de la acción. Muchas de sus ideas se recogen en su libro “El funcionamiento del lenguaje”.
En cierto modo crecí con él, pues mis padres eran vecinos suyos en la Avenida Cuba. Eso lo llevó a decir que su relación conmigo “era anterior al cordón umbilical”. En su conversación siempre aparecían los instintos del ingenio. Alguna vez alguien dijo que un alumno era hijo de un general y Luis Jaime le contestó: “Eso es lo que tiene de particular”. Sus clases sobre Góngora (“Quevedo es más profundo pero Góngora es más artista”, me dijo alguna vez) se detenían en cada verso, como si fuera un talismán. Junto a la maravillosa Sara y a sus hijos, con quienes cumplía sus rituales de tostadas con mermelada, fue también un ejemplo de obstinación. Alguna noche, después de trabajar en su libro “Los trabajos y los días”, empezamos a resolver el Geniograma Gigante. Muy tarde, con solo tres casilleros libres, me dijo que creía que debíamos renunciar. Parecía imposible encontrar las letras que faltaban. Me despedí de él y, cuando estaba a punto de subir al auto, vi que se abría la puerta y que Luis Jaime se me acercaba con el Geniograma en la mano, diciéndome “creo que ya tengo la solución”.
Esta semana se ha cumplido una década de su ausencia. Recuerdo el dicho que él repetía y que sus hijos y nietos pronunciaron en voz alta el día del entierro. Fue el último poema que escuchó, un poema de gratitud que aún resuena, de parte de quienes lo amábamos y lo amamos.