Digo esto hoy con la misma pena que hace diez años. Su partida me tomó desprevenido. Crecí con la fantasía de que viviría al menos 100 años, una edad que cumpliría en mayo entrante. En cierto modo, el año del bicentenario peruano tendrá en su caso el efecto de un doble aniversario redondo. Diez años de ausencia física y cien años de viva presencia.
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Porque resulta que en esta última década aprendí a llevarlo en el corazón y la razón. Y su impronta sigue acompañándonos, sea con su paso apurado por la avenida La Paz o mientras toco Yellow Submarine en el piano, acaso cuando leo historietas o al momento de escribir una breve nota como esta que usted lee ahora.
Y entonces me doy cuenta de que los hijos también podemos ser una versión libre del ocio de nuestros padres, en el sentido más helénico del término. Y celebro a rabiar la tolerancia con la que crecí. Y el fulgor repentino de aquel imborrable día de 1971 cuando ese profesor universitario de anteojos, alto y flaco con aire distraído que era mi papá, me sugirió en tono interrogativo “¿por qué no te dejas crecer la melena como los Beatles?”.
Hoy que lo evoco tampoco puedo dejar de resaltar que el Perú y la formación de sus generaciones fue una preocupación constante en su tarea intelectual. Tanto en las aulas universitarias, en sus investigaciones lingüísticas y en el periodismo. Ahí están, como árboles fecundos, las semillas que sembró. Y como dice el verso: “Solo el cariño salva al recuerdo de ser la primera etapa del olvido”. //