Si mañana convocásemos a elecciones, nada garantiza que el escenario político cambiaría. Normalmente, las elecciones permiten salir de enredos políticos cada cierto tiempo. En nuestro caso, las elecciones y, fundamentalmente, las actitudes tras las últimas elecciones, nos arrojaron a una crisis mayor como en el 2016 y en el 2021. En estos años estamos acostumbrados a que las crisis institucionales se resuelvan apelando a los márgenes constitucionales (ya he leído muchísimas y raras interpretaciones) que empeoraron nuestra convivencia democrática. El Congreso usó la figura de la vacancia por incapacidad moral y el presidente apretó el botón rojo de la disolución del Congreso. Se convocaron elecciones y se volvió a lanzar la moneda. ¿Mejoró nuestra condición? ¿Surgieron líderes políticos conspicuos con una oferta política tan mediocre? De ninguna manera.
Si hay una primera cosa que deberíamos empezar a hacer en el Perú frente a la crisis política es dudar de las salidas grandilocuentes que, con impávida seguridad, reclaman que desaparezcan los rivales políticos. Los culpan de todos los problemas de la democracia peruana por lo que buscan soluciones que partan de la desaparición de todos los adversarios políticos para que solo sobrevivan los que pertenecen a su tribu. Destruir la diferencia política, renunciar a convivir con los rivales políticos es, en buena parte, lo que nos ha conducido hasta esta crisis que no es sino la prolongación de otras tantas crisis políticas que surgen del desconocimiento del rival político como sucedió en las elecciones del 2016 y del 2021. Hannah Arendt, en “Los orígenes del totalitarismo”, cuando se refiere a lo que destruye los vínculos de una comunidad política, decía que “nada ilustra mejor tal vez esta desintegración de la vida política como este odio vago y penetrante hacia todos y hacia todo, sin un foco para su apasionada atención y nadie a quien responsabilizar de la situación”.
No se puede construir salidas con quienes solo quieren construir un camino hacia su arena política. O se lo construye desde la complejidad y diversidad que representa todo el Perú, o de nuevo estamos instalando soluciones que dividirán más al país. Pero eso supone que, por lo menos el personaje principal, el presidente Castillo, cese en su intentona frenética de conducirse al abismo y con el país a cuestas. El nombramiento de su nuevo Gabinete presidido por un político que confronta, pero que es leal al régimen, solo acelerará el enfrentamiento entre el Ejecutivo y el Congreso. Volviendo a introducirnos en ese espacio de guerra fría entre poderes del estado que puede terminar con otro momento de crispación política. El presidente, incluso contradiciendo los mensajes que él mismo predicó sobre la amplia convocatoria para su nuevo Gabinete, ha insistido en rodearse de personas que le cuiden sus espaldas antes que le abran el espacio político. Ante un Gobierno desnortado, el presidente ha optado por refugiarse dentro de su camarilla de leales cada vez más endeble.
En condiciones críticas, este tipo de decisiones solo preludian el ocaso del mandatario. La renuncia del presidente Castillo quizá ahorraría el borrascoso conflicto de poderes que vamos a enfrentar en los próximos días, pero el mandatario ni siquiera la contempla; eliminaría algunos costos políticos de la vacancia para el Congreso, pero es un escenario que se aleja cada vez más de la sola voluntad del presidente, que ha asumido un discurso de víctima antes que de crítica. Se ha deshecho de aquellos que, si bien no le garantizaron pasar a la segunda vuelta, sí le permitieron ganarla cuando tiró al suelo todo su capital político por numerosos errores en campaña. Al deshacerse de quienes lo acercaron a la ajustada victoria y de quienes le echaron puentes, se desmarca también de los compromisos institucionales que aquellos actores asumieron con la ciudadanía.
Como ha sucedido en nuestra historia, los políticos que terminan siendo defenestrados, a medida que se van quedando solos, se rodean de sus facciones más radicales y devotas que son incapaces de reconducir la crisis política, terminando siempre bajo las ruedas del carruaje. Quienes buscan eliminar al opositor político prohibiendo las disidencias y reclamando que desaparezcan los rivales, desconocen la complejidad del problema que enfrentamos y no contribuyen a salir del laberinto. Solo agudizan la crisis ocasionada por la indolencia del presidente Castillo que va a la guerra rodeado de su cuadrilla de zalameros incompetentes. Es un callejón sin salida, una aporía. La esperanza quizá estará puesta en la movilización ciudadana, pero esta también pasa por sus peores días. Días duros se avecinan.