Uno no tiene que estar de acuerdo con un artista para consumir lo que produce. Juzgar desde la moral del individuo la grandeza o pobreza de su obra es una variante extraña del correctismo político, que está destruyendo nuestra capacidad de disfrutar maravillas. El declarado antisemitismo de Wagner no le quita valor a “La Valquiria”. “Hannah y sus hermanas” es una película espléndida, a pesar de que Woody Allen se haya casado con su hijastra. Y “Conversación en La Catedral”, un libro monumental, aunque Vargas Llosa pareciera haberse olvidado de todas las lacras que denuncia en esa biblia sobre la dictadura.
El razonamiento a la inversa funciona exactamente igual: ¿una gran obra artística libra a su creador de ser considerado un idiota, o blinda sus ideas estrafalarias o borra su falta de moral? Tampoco. El autor es una persona que, como cualquier otra, puede ser criticada. Su arte no lo hace infalible y mucho menos respetable por defecto. Y cuando se trata de un artista que pretende influir en la vida pública, pues con mayor razón. El debate intelectual se empobrece cuando creamos tótems, dioses intocables.
Y el señor Mario Vargas Llosa lo sabe de sobra. En el pasado fue vapuleado por millones de personas con las que hoy se agarra de las manos, unos a otros unidos, intentando llegar donde jamás había ido: es decir, a destruir instituciones, desprestigiar a un presidente honesto como Francisco Sagasti, esparcir mentiras o medias verdades; alentando el terror de una dictadura que ni siquiera existe aún, pues no tenemos ni presidente electo.
¿Preocupa un futuro gobierno de Pedro Castillo / Vladimir Cerrón? Por supuesto, tanto como preocupaba el de Alberto Fujimori cuando derrotó al Nobel en 1990. Pero MVLL no se atrevió a tratarlo de dictador hasta que el ‘Chino’ rompió con la democracia. Cuando frente al aplauso de los que hoy defiende se voló al Congreso, Ministerio Público, Poder Judicial, Contraloría… En ese entonces, el escritor emprendió una batalla en solitario que le ganó odios y le costó amistades porque eso era lo correcto. Porque no estaba dispuesto a vender la democracia a costa de implantar un modelo económico con el que claramente estaba de acuerdo: se fajó por valores y principios que, creímos, no eran negociables. Y para eso se apoyó en hechos, no en prejuicios y fanatismos.
El comunismo es un fantasma aterrador y nadie quiere que domine nuestras vidas. ¿Pero no marcan las reglas de la democracia que puedan postular un candidato de extrema derecha o izquierda? ¿Acaso prohíbe la Constitución que gane un candidato como Pedro Castillo? Vargas Llosa acusa de dictador a un hombre que ni siquiera se ha puesto la banda presidencial, y lo hace flanqueado por una clase política que ya se sacó todas las figuritas del álbum que lo tiene aterrorizado. ¿En serio, Keiko Fujimori representa la democracia? ¿Lourdes Flores la honestidad? ¿Ya nos olvidamos del dinero sucio que ha financiado campañas, comprado jueces, cambiado fiscales para favorecer a determinados grupos que hoy Vargas Llosa defiende? Por supuesto que Vladimir Cerrón no es un santo varón, pero gritar que una mafia de brevetes financió la campaña de Pedro Castillo (que por supuesto está pésimo) y susurrar que Keiko es una perseguida política porque la financiaron los grandes inversionistas corruptos de este país es, por decir lo menos, hipócrita.
El señor Mario Vargas Llosa tiene derecho a cambiar de opinión sobre lo que le dé la gana o volverse terraplanista si eso lo hace feliz. Pero intentar crear una atmósfera de dictadura en la comunidad internacional que, quizá más tarde, pueda ser usada para justificar cualquier acción aberrante contra un gobierno legítimamente elegido, es peligroso e inmoral.
Eso sí, seguiremos leyendo sus libros, porque, así como la obra no blinda a su autor, la estupidez humana tampoco la opaca.