Tardíamente, en la última edición de su Diccionario, publicada en octubre del 2014, la Academia incluye el término metrosexual, y lo define así: “Dicho de un hombre, especialmente heterosexual: Que se preocupa de su apariencia y dedica mucho tiempo y dinero a sus cuidados físicos.”
Dícese metrosexual del hombre que se acicala y engalana y está muy pendiente de su arreglo y apariencia: tanto como suelen estarlo las mujeres. No es afeminado ni homosexual encubierto, es decir, oculto o inmanifiesto; tampoco es gay (el gay es el homosexual descubierto, el que ha publicado su homosexualidad, el que no la oculta).
Etimológicamente, el prefijo metro-, de la palabra metrosexual, tiene procedencia griega. Viene, en efecto, del griego metra, que significa útero, matriz; y metra se deriva de meter, que en griego quiere decir madre.
De suerte que metrosexual, desde el punto de vista etimológico, designa la sexualidad uterina, la sexualidad de la mujer.
Cuando uno dice metrópoli, uno se refiere a la ciudad matriz o matricial, a la ciudad principal. De la misma manera, cuando uno dice metrosexual, uno se refiere a la sexualidad matriz o matricial, a la sexualidad uterina o femenina.
Por su etimología, la palabra metrosexual remite, pues, inmediatamente, al útero o matriz.
El neologismo metrosexual apareció por primera vez en letras de molde en 1994, en un artículo de Mark Simpson publicado en el diario inglés The Independent. No solamente hay metrosexuales en la bohemia o en el mundo de la farándula; no, los hay también en el deporte, en el fútbol concretamente. Y no es un fenómeno reciente. La revista Domingo, de La República, en la edición del 29 de febrero del 2004, incluye un informe al respecto.
En una época de indefinición sexual como la nuestra, con una despolarización creciente de los sexos y un aumento notorio de las formas intermedias de expresión sexual, la metrosexualidad es una manifestación más de la intersexualidad que hoy impera. Lo raro no es que la metrosexualidad se haya manifestado. No, eso era lo esperable y lo inevitable. Lo raro habría sido que la metrosexualidad no se hubiese manifestado. Su inmanifestación habría equivalido a una detención o a un principio de reversión de las formas intermedias de expresión sexual. Pero ésa no ha sido la ocurrencia. Lo que ha ocurrido, el hecho concreto, es que la metrosexualidad está con nosotros y ha venido para quedarse.