¿Por qué el discurso del presidente no fue capaz de contagiar entusiasmo por las reformas que su gobierno está emprendiendo? ¿Por qué no planteó la reforma laboral?
A mi juicio, la respuesta a ambas preguntas es la misma: una falta de convicción en los grandes beneficios que la meritocracia en el Estado y la libertad en los mercados laborales pueden traer para las mayorías nacionales y para los propios trabajadores. Un desconocimiento de que meritocracia en el Estado y libertad en los mercados laborales son lo mismo en última instancia, y de que la gran exclusión no es la que se da entre empresarios y trabajadores formales sino entre formales e informales, de modo que la gran inclusión social pendiente es la de las mayorías en el Estado legal, en los derechos y oportunidades de la formalidad empresarial y laboral, y en buenos servicios públicos.
Dos son las desventajas de los peruanos menos favorecidos: educación, salud y seguridad malas por un lado, e informalidad –exclusión legal–, por otro. El gobierno ha empezado a atacar lo primero, pero no lo segundo. Por eso las reformas resultan tímidas e incompletas.
Quizá al presidente le falta identificar quiénes son los beneficiarios-aliados de sus reformas para apoyarse en ellos. Son las grandes mayorías que soportan malos servicios de un Estado patrimonialista. Pero esas mismas grandes mayorías permanecen excluidas de la legalidad, de los derechos y oportunidades que brindan la empresa y el trabajo formales. La gran base social de las políticas del presidente deberían ser las mayorías informales, y la gran conquista social, su formalización, su ‘ciudadanización’ plena, su acceso a derechos básicos. Hace falta la gran reforma de la legislación laboral para darle contenido real y fuerza orgánica a la bandera de la inclusión social.
El problema es que las mayorías informales están desorganizadas, mientras las minorías antirreforma están organizadas. Pero es un asunto de convicción, de comunicación, incluso para convencer a los resistentes de que a la larga también se beneficiarán del nuevo ambiente competitivo con mejores salarios y mayor dignidad personal.
Se prefiere el atajo facilista de los programas sociales, cuya ampliación se ha anunciado. Pero hay una cierta contradicción entre el reparto de dinero o bienes y la emancipación ciudadana. ¿Para qué un campesino se esforzaría en tecnificarse y progresar si el Estado le va a regalar una mensualidad? Si el SIS va a llegar al 80% de los peruanos, como se anunció, significa que renunciamos a que los formales (con Essalud) superen el 20%. ¿Para qué me formalizo si voy a recibir seguro gratuito?.
Eso va a contrapelo de lo anunciado en educación, salud y servicio civil, que podría convertirse en reformas que generen entusiasmo y fuerza política. Para ello el reformismo del gobierno debería ser orgánico, coherente, liberador, y comunicador. Es absurdo tener un Estado moderno, meritocrático y profesional sobre una base informal o solo para ejecutar mejor formas sofisticadas de clientelismo. Pues un Estado meritocrático es la exigencia de ciudadanos contribuyentes, libres y responsables.