Por estos días, se están afincando en la opinión pública dos ideas que son, cada una, los extremos de una mancuerna. De un lado, la sensación de estar en medio de una inercia política que se expresa en una situación de vacancia impenitente que, cual espada de Damocles, retará la estabilidad del gobierno del presidente Pedro Castillo hasta el último minuto de su vigencia. Y, del otro lado, la percepción de que esa inercia se hace eterna dado que no existen fuerzas centrífugas que puedan romper el péndulo y llevarnos a algún puerto.
Respecto de la segunda idea, concretamente se echa de menos una colectividad más ferviente o, en su defecto, algún caudillo(a) providencial que conduzca la frustración y que acabe con el bucle de discursos. Este asunto de si “la calle” o las protestas ciudadanas pueden ser un agente disruptor implica entender, antes, qué es lo que en verdad moviliza a los peruanos al punto de llevarlos fuera de su zona de confort para imponer un ultimátum al actual Gobierno.
Algunos analistas han referido que hay en las protestas ciudadanas con mayor potencia de transformación hasta dos tipos: las que fueron organizadas por caudillos políticos y las que, al influjo de los tiempos, carecieron de un liderazgo centralizado dado que se organizaron usando la lógica de las redes sociales digitales. Esto es, de manera desconcentrada y con una fuerte expresión del activismo del “clic” (clictivismo).
En un afán por caracterizar qué es lo que lleva a los viandantes a tomar las vías públicas, habría que reconocer dos tipos adicionales de revueltas. Primero, las de una fuerza de desborde espontáneo y de confrontación con el gobierno a partir de un acto inaugural (toma de algún recinto, por ejemplo) que golpea la sensibilidad de la opinión pública; y segundo, las de una fuerza que, progresivamente, se van larvando y estableciendo en el tiempo con una óptica de “asedio” –al mejor estilo del movimiento de ciberactivistas global Anonymus y su lema: “Somos una legión, no perdonamos, no olvidamos, espéranos”–.
Muchos analistas arguyen que el momento de los viandantes llegará tarde o temprano, pero que aún no ha llegado ese día dado que el hastío no termina por encender la mecha de la indignación y, más bien, que la inercia del péndulo empieza a adormecer cualquier fugaz apasionamiento ciudadano.
Abona a esta idea el hecho de que, como en muchas latitudes del mundo, las personas sienten con más frecuencia que sí actúan políticamente cuando se expresan en las redes sociales o en sus grupos de WhatsApp, a través de los clic con los que premian, adhieren o difunden una idea, tuit o un meme vía TikTok.
Es verdad, la era del clictivismo es un signo de nuestros tiempos. Y también está en el Perú. Queda, no obstante, saber si ese activismo digital nos llevará a una transición gradual del ciberactivismo hacia la tecnopolítica; es decir, al uso táctico de las redes digitales para la organización y la acción política colectiva tal y como, por ejemplo, está sucediendo en Europa con la invasión rusa a Ucrania.
Aparejada a la ilusión por el clictivismo, está el supuesto de que la gente en las redes sociales sabe organizarse y tiene las suficientes habilidades para orquestar revueltas tan contundentes como las que hemos visto en Chile en el 2019 y que sirvieron para llevar al poder a Gabriel Boric; a saber, el primer presidente latinoamericano surgido de revueltas promovidas por el activismo del clic.
¿Puede nuestra ciudadanía convertirse en una muchedumbre inteligente (smart mobs)? ¿Será la próxima revuelta peruana una en la que pequeñas comunidades virtuales organizadas arman una visión política atrayente?
Hoy no lo sabemos. Pero, en todo caso, la sugerencia pasa por solicitarles a quienes se vinculan con la puesta de marchas sociales que repasen un poco las últimas reinvindicaciones logradas gracias a ‘youtubers’, influyentes y ‘tiktokers’ en el mundo. Tal vez, la digitalización termina liquidando la apatía de nuestras muchedumbres.