La vida de Julio César tiene como una de sus más negras páginas el incendio que sus tropas provocaron en la Biblioteca de Alejandría, la cual, siete siglos después, sería destruida por el Califa árabe Omar por considerar que, guardando temas ajenos al Corán, su contenido no era necesario. Ídem, en nuestros días, algún anónimo funcionario, en un nuevo golpe al progreso y la calidad de la educación, ordenó clausurar el Museo de la Nación.
Enorme paradoja. El Perú, centro histórico de Sudamérica, que contó con horizontes culturales y civilizaciones ejemplares a los que integró en su proceso histórico por milenios; y que, tras la conquista, añadió contradictoriamente los elementos renacentistas que ésta trajo, al mismo tiempo que la ideología de la contrarreforma religiosa, se queda ahora sin un centro museológico que lo muestre al mundo como el país que, junto con México, es el más rico culturalmente. México inauguró en los setenta el Museo Antropológico, una atracción obligada para el visitante. Nosotros, por el contrario, detenemos la reforma educativa, enfriamos la economía y, finalmente, cerramos los museos, como hace dos años se hizo con la Casa de la Música y se pretendió con la Casa de la Literatura.
Un museo no es una suma confusa de bienes o momias. Debe tener vida interactiva y pedagógica para crear conciencia, identidad y orgullo. Debe ser integral en su visión, mostrando el proceso vital de la nación. Por cierto, existen museos antropológicos, cerámicos, metalúrgicos, militares, etc. Existen museos consagrados a los distintos pisos históricos y culturas. Pero el Museo de la Nación quiso, de allí su nombre, integrar esa variedad, y añadir elementos religiosos y aun culinarios para la comprensión de los peruanos.
Y el edificio en el que se creó, antes ocupado por los escritorios de un ministerio de origen militar, fue escogido porque su arquitectura, con un gran espacio libre en su interior, lo permitía, y por su accesible ubicación. Miles de metros cuadrados de exposición articulados de manera ascensional en sus cinco pisos que mostraban la continuidad de la historia y la incorporación de los elementos anteriores, tenían una lógica muestral que supera al gran museo mexicano, horizontal. Eso en su zona este, pero en las otras, muchas salas de exposición, de conferencias y reuniones. Era un espacio que le fue ganado al ministerio de pesquería miltaroide por la ciudadanía y la educación, en una zona hoy consagrada a la cultura con el Teatro y la Biblioteca Nacional. Además, sus amplias explanadas exteriores podrían contar con obras megalíticas de gran atracción.
Pero ahora la ciudadanía pierde el espacio ganado. La Ley de Bronce de la burocracia, crecer en número, en gastos y en áreas, vence al derecho de la cultura social. Y lo peor, al Museo de la Nación no lo destruye una invasión como la que despojó a la Biblioteca Nacional hace 130 años; lo destruye su propio ministerio “promotor y protector” con el cuento de su traslado a Pachacámac. Zeus devoraba a sus hijos para que no lo destronaran. Los funcionarios, sirviendo a sus amos, destruyen la obra anterior por política o incapacidad. ¿Se quedarán silentes e inertes el país y su juventud ante este crimen de lesa cultura?