Nicaragua vive una de las etapas más amargas de su convulsionada historia. No hay más que escuchar a las figuras más representativas de la mítica revolución sandinista, ahora acongojadas e indignadas por la vuelta de un autoritarismo fascistoide liderado por el antiguo camarada de armas, Daniel Ortega. “Soy poeta, soy escritora. Soy una crítica manifiesta de Ortega. Tuiteo, doy entrevistas. Con Somoza me juzgaron por traición. Tuve que exiliarme. ¿Ahora enfrentaré la cárcel o de nuevo el exilio? ¿Por quién irán después?”, se pregunta Gioconda Belli. Parte de una generación “dispuesta a morir por la libertad” y ahora, ironías de la vida, aterrada de ser encarcelada por el jefe guerrillero con quien peleó contra la sangrienta dictadura de Anastasio Somoza, Belli denuncia ante el mundo la abominable farsa que se vive en su patria. De igual manera, Sergio Ramírez, autor del inolvidable “Adiós muchachos: Una memoria de la revolución sandinista”, observa que Ortega, de quien fue alguna vez vicepresidente, busca la “concentración absoluta del poder” presidencial. Con una fortuna calculada en cincuenta millones de dólares y una parentela, incluida su esposa, ubicada en posiciones estratégicas del Estado, es muy probable que Ortega gane las elecciones (para un tercer mandato) de noviembre próximo. En un escenario donde todos los candidatos de la oposición fueron apresados o eliminados mediante un fallo judicial acatado por el Tribunal Electoral, la justa eleccionaria es la expresión, de acuerdo a Ramírez, de una trágica y desigual pelea “entre un tigre suelto y un burro amarrado”.
¿Qué ocurrió con Ortega? Ese “tigre” cuya obsesión actual es eternizarse en el poder junto con su pareja, la “Lady Macbeth tropical”, amante del esoterismo, los abalorios y “los árboles de la vida” (arbolatas le dicen algunos) con los que ha invadido, en busca de “buenas vibras”, a la empobrecida Managua. Ortega se enamoró, en plena revolución, de Rosario Murillo, su actual vicepresidenta. Pero más de sí mismo, señalan quienes lo conocen bien. La megalomanía del antiguo líder revolucionario se ha visto incrementada –basta recordar la propuesta de crear una secretaría nacional para Asuntos de Espacio Ultraterrestre, la Luna y otros cuerpos Celestes– a partir de la apropiación de la cooperación petrolera de Venezuela, primero con Hugo Chávez y luego con Nicolás Maduro. Y es que el afianzamiento de la dictadura orteguista no se puede entender sin esa “palanca” que le suministró un país que, como bien sabemos, fue quebrado por la “utopía socialista” de sus corruptos líderes. Representante del proyecto político autoritario de una izquierda nicaragüense, obviamente pervertida, Ortega desprecia la democracia, sustituyendo las ansias de cambio, que el sandinismo en su momento expresó, por el afán de acumular poder y riquezas. Tal como su antiguo enemigo de clase, cuyas prácticas ha llevado a los extremos de lo imaginable. En un país donde la revolución, inspirada por Sandino, no logró desmantelar el sistema prebendario somocista, el clan orteguista lo ha abrazado para manejarlo con inigualable destreza e insuperable crueldad. De ello dan cuenta la reforma de la Constitución de 2014, la del Código Militar, además de la represión brutal, con centenares de muertes de jóvenes hastiados con un mandato que está llevando a Nicaragua al borde del abismo. Todo ello a vista y paciencia de la comunidad internacional. Pareciera ser que Ortega sabe que Estados Unidos se hará de la vista gorda en torno a sus fechorías al igual que el resto de países de la región, peleando cada cual por su propia sobrevivencia.
¿Es la postura revolucionaria un antídoto contra el autoritarismo, la corrupción y el crimen? Obviamente no, y hay muchísimos casos similares al heredero de un delincuente como lo es Ortega, quien cínicamente denuncia al imperialismo mientras se embolsica los dineros públicos para atornillarse en el poder. En el caso peruano no hay más que recordar las palabras y los hechos de dos autoproclamados “revolucionarios”. “Si nosotros tomamos el poder, no lo vamos a dejar” es una frase de Guillermo Bermejo que aún impresiona, así como esa otra en la cual el investigado por terrorismo define a la democracia como una reverenda “pelotudez”. Vladimir Cerrón apela, por otro lado, a “la politización de la justicia” mientras se descubre una exuberante red de prebendas que, durante su gobernación, manejó a lo Ortega. La verdadera revolución consiste en colocar el bienestar del Perú primero y eso requiere –nunca lo olvidemos– coherencia absoluta entre la teoría y la práctica.