Estados Unidos ha hecho lo correcto al aumentar sus sanciones contra altos funcionarios del gobierno del dictador nicaragüense, Daniel Ortega, tras el arresto en días recientes de los cuatro principales precandidatos presidenciales de ese país.
Pero lo conozco a Ortega y, por su forma de ser, no creo que las sanciones estadounidenses e internacionales por sí solas funcionen. Aunque las sanciones son necesarias para demostrar de que Estados Unidos se toma en serio la defensa de la democracia, no lograrán que Ortega libere a los presos políticos ni que permita elecciones libres.
Una estrategia mucho más innovadora y eficaz sería que Estados Unidos y Europa inicien una investigación bancaria internacional para documentar la corrupción de la familia Ortega. Amenazar a Ortega con exponer públicamente los negocios turbios de su familia lo presionaría mucho más que las sanciones económicas.
En primer lugar, Ortega, de 75 años, ha visto de cerca los casos de Cuba y Venezuela en las últimas décadas, y sabe muy bien que las sanciones de Estados Unidos no han podido derrocar a los dictadores de esos países.
En segundo lugar, las reservas de divisas de Nicaragua están en un récord de 3.400 millones de dólares. Incluso si Washington usa su influencia para cortar los préstamos a Nicaragua del Banco Interamericano de Desarrollo y otras instituciones regionales, el país tiene suficientes divisas para sobrevivir por un tiempo.
En tercer lugar, y quizás lo más importante, a Ortega no le importan mucho su imagen externa ni las sanciones.
Cuando lo entrevisté por última vez en su casa en Managua en el 2018, unas semanas después de que grupos de derechos humanos acusaran a sus fuerzas paramilitares de matar a más de 300 manifestantes opositores, Ortega adujo falsamente que muchas de las muertes eran “inventadas” y que muchos de los manifestantes habían sido asesinados por la propia oposición.
También le mostré fotos de camionetas con paramilitares que portaban la bandera de su partido, el FSLN, amedrentando a los manifestantes, pero Ortega se encogió de hombros y, sin inmutarse, me dijo que probablemente esas fotos estaban trucadas.
Cuando le pregunté qué siente cuando lo llaman “dictador”, volvió a encogerse de hombros y me dijo que “me han llamado muchas cosas”, agregando que “he aprendido a no molestarme” con tales acusaciones.
Las críticas externas no le importan, y lo ha demostrado una vez más con su más reciente ola represiva.
En las últimas dos semanas, Ortega arrestó a los cuatro principales precandidatos opositores para las elecciones del 7 de noviembre: Cristiana Chamorro, hija de la expresidenta Violeta Barrios de Chamorro, los académicos y activistas Arturo Cruz y Félix Madariaga, y el líder cívico Juan Sebastián Chamorro.
Ortega está en el poder desde el 2007 y se está postulando para un cuarto mandato, luego de cambiar la Constitución que originalmente le impedía reelegirse.
Tras el arresto de los precandidatos opositores nicaragüenses, el secretario de Estado, Anthony Blinken, pidió su “liberación inmediata” y amenazó con nuevas sanciones.
Días después, el gobierno de Biden anunció sanciones personales contra cuatro funcionarios del régimen de Ortega, incluida la hija del presidente, Camila Ortega, quien dirige el Canal 13 de televisión. Con ellos, ya son 31 el número de figuras nicaragüenses vinculadas con el régimen cuyos activos en Estados Unidos han sido bloqueados o que tienen prohibido ingresar a ese país.
Cuando le pregunté si Estados Unidos está considerando una investigación bancaria internacional para exponer la corrupción de la familia Ortega, la subsecretaria interina para el hemisferio occidental del Departamento de Estado, Julie Chung, me dijo: “Utilizaremos todas las herramientas que tenemos en nuestra caja de herramientas” para lograr elecciones libres en Nicaragua.
Eso está muy bien. Pero además de las sanciones económicas, Estados Unidos y las democracias de todo el mundo deberían investigar las transacciones bancarias de Camila y sus hermanos, quienes aparentemente dirigen una gran empresa familiar, aprovechándose de sus conexiones gubernamentales.
Eso expondría la corrupción del régimen de Ortega ante el pueblo nicaragüense. Y eso es lo que más temen los dictadores, mucho más que las sanciones externas.
–Editado–
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