Un curioso fenómeno parece apoderarse del presidente del Consejo de Ministros, Guido Bellido, cada vez que un periodista lo interpela acerca de alguna de sus controversiales declaraciones, un cuestionable acto presuntamente perpetrado incluso antes de su pase a la primera fila del Gobierno o, simplemente, le exige precisiones: la tercerización de sí mismo. Las ocasiones son vastas y, como el espacio no es pródigo en una columna de opinión, me limitaré a mencionar apenas algunas de ellas.
“Mi persona no tiene ningún vínculo con algún grupo terrorista”, retrucó el 4 de agosto, luego de que la prensa le enrostrara una serie de publicaciones elogiosas en sus redes sociales a terroristas como Edith Lagos y al accionar de Sendero Luminoso.
Más recientemente, al intentar negar que profirió una frase agraviante contra la congresista Patricia Chirinos, sostuvo: “creo que se lo imaginó, ha estado pensando cualquier otra cosa, qué sé yo, pero no entiendo cómo ha podido acusarme y, a partir de ello, todos [se han expresado] contra mi persona”. No menos llamativa fue su respuesta cuando se le indagó acerca de las versiones de que sería removido pronto del puesto y afirmó que permanecerá “hasta el día que el presidente de la República confíe en mi persona”.
Sin ánimo de incurrir en el campo propio de la psicología, del cual soy ajeno, intentaré buscar la lógica que existe entre la coincidencia de que el primer ministro se refiera casi siempre a “mi persona” cuando las papas queman.
Por supuesto, una explicación benevolente podría ser que Bellido, al igual que algunas de las nuevas autoridades, tiene como idioma materno al quechua y, al tratar de expresarse en castellano, se topa con las típicas dificultades sintácticas, morfológicas, léxicas, discursivas e, incluso, ortográficas de toda persona bilingüe. Ello lo llevaría a confundir el “yo”, de la primera persona, con “él” o “ella”, de la tercera.
Pero como esta forma de expresión verbal no es exclusiva de Bellido, sino de otros funcionarios que no son quechuahablantes, y ha sido empleada en el pasado por autoridades como Alejandro Toledo u Ollanta Humala, descartemos esta opción. Vale anotar, no obstante, que, en su caso, posee ribetes superlativos y sucede, como ya se dijo, cada vez que debe atender en público cierto tema controversial.
Si me ciñera a una interpretación comunicacional, más afín a mi conocimiento, me atrevería a deslizar la hipótesis de que, en realidad, Bellido ha creado una suerte de personaje que, al mismo tiempo, es él y no lo es. Parece un trabalenguas, pero lejos estoy de pretender transformar el pronombre en verbo o adjetivo.
Apenas deseo llamar la atención acerca de este mecanismo que le permite al funcionario salirse por la tangente, empleando el artificio de marras que lo hace no comprometerse con lo que dice y, por ende, lo aleja de las posibles consecuencias que sus afirmaciones pasadas, presentes o futuras le pudieran acarrear. Una versión a la peruana y menos novelesca del doctor Jekyll y el señor Hyde. “Yo” hago y digo cosas positivas; “mi persona” incurre en desatinos, hostiga a la prensa en castellano y en quechua.
De este modo, puede asegurar sin pestañear que no se discutió ni votó en la reunión del Consejo de Ministros sobre la cremación del cadáver de Abimael Guzmán y resistir el embate que sobrevino después por los desmentidos del ministro de Cultura y las revelaciones de periodistas de Epicentro TV.
Tampoco se despeinará al ofender a dos idiomas en el momento en el que le increpa a un reportero que se lave los oídos por pedirle que aclare su respuesta ante una pregunta incómoda, así como al afirmar que la policía y el ejército protegen la corrupción, para luego volver atrás cuando se desata una batahola por hacerse público semejante pronunciamiento.
A decir de su actitud pertinaz, lo más probable es que tampoco experimente remordimiento o le inquiete su rígida relación con la prensa, así las encuestas no lo coloquen como uno de los personajes de la política más populares, máxime si el Congreso ya le dio su bendición del voto de confianza a fin de no quemar una de las dos ‘balas de plata’ que posee y que le darían un poderoso argumento al presidente de la República para una eventual disolución.
Nadie discute su derecho a expresarse en su lengua materna ni que busque transformarla en un instrumento político en aras de su reivindicación. Lo criticable es que haga uso de ella para denostar y torear a los periodistas, a sabiendas de que muchos de ellos no lo entenderán, quedarán desconcertados y, por lo tanto, no podrán replicarle.
Una estrategia nada transparente en un alto funcionario completamente bilingüe que, al fin y al cabo, acaba teniendo el efecto contrario porque incurre en la misma discriminación, falta de tolerancia y ausencia de respeto que tanto se critica en el país hacia aquellos que no hablan castellano. Más grave aun, porque coloca enormes piedras en el camino hacia la construcción de un país en el que se respete y se valore a todos los peruanos por igual, independientemente de la forma y el idioma que hablen.