El lunes estuve en una innovadora puesta teatral en la Alianza Francesa –en el marco del festival Temporada Alta–, que fue asumida por una pareja de mileuristas catalanes que contaban las dificultades para alquilar una vivienda en Barcelona. Las fórmulas que compartieron pasaron desde el consabido departamento comunitario hasta la extrema ocupación colectiva de inmuebles vetustos, decadentes o a punto de demolerse. O sea, convertirse en un okupa.
Un okupa es ese personaje forjado en las crisis económicas noventeras de ciudades españolas –como Madrid, Bilbao o la misma Barcelona– y que han significado, además, una respuesta política a la inacción de sucesivos gobiernos, inútiles de encarar un crecimiento armonioso para todos. Pero, sobre todo, para los más jóvenes. Un okupa no solo se apropia de un espacio, sino que lo invade para transformarlo en base a la toma de acción. O sea, la ‘okupación’. De ahí que los okupas hayan dado lugar a la revalorización de destartalados inmuebles, cuando no barrios completos, a través de la llamada gentrificación.
La ‘okupación’ como respuesta política no solo se orienta a la creación de nuevos espacios de vivienda. Puede haber ‘okupación’ respecto de todo aquello que ha entrado en franco proceso de deterioro. Por ejemplo, nuestra democracia.
No voy a entrar a elogiar la conveniencia de esta forma de gobierno para no caer en un lugar común. Más bien, le propongo equilibrar el debate en torno a la democracia y su utilidad sobre lo que es su propio meollo: la participación ciudadana.
Porque no se puede negar que, desde su definición allá en la antigua Atenas, la participación es uno de los dos corazones de la democracia. El otro lo conforman los derechos. Garantizados ciertos derechos, la democracia es el régimen político en el que la soberanía está repartida entre toda la ciudadanía a partes iguales. Y solo mediante la participación de los ciudadanos puede existir y tomar forma el poder que, por definición, es participado.
Que nuestra democracia está en un franco proceso de declive no es una exageración. Existen denuncias de varios ex servidores públicos del actual Gobierno que no solo expresan la presencia de una abierta impericia en el manejo de la administración estatal, sino que hay también una clara vulneración al desarrollo de la meritocracia en el Estado Peruano. A ello hay que añadir la cada vez más flagrante presencia de pago de favores que se emparentan con el acaparamiento de cargos públicos sin ton ni son. O sea, sin pertinencia alguna.
Y aunque una clara expresión de nuestra decadencia democrática se encuentra en el ánimo de estafar al país, nunca lo habíamos visto con tanto desparpajo.
La frecuente creencia de que el Estado es un botín o una plaza ganada por una suerte de guerra política es hoy, ante nuestros ojos, un permanente espectáculo en eterna reposición. No en vano el delito más cometido a nivel de gobiernos regionales o locales es el de peculado, que consiste precisamente en apropiarse de bienes del Estado que están bajo la administración del funcionario.
Y, sin embargo, lo importante de las democracias son y seguirán siendo los ciudadanos. La participación.
Si un barrio derruido se puede rescatar vía gentrificación, vía ‘okupación’, ¿por qué no ‘okupar’ de nuevo nuestra democracia? ¿Dejaremos que el oportunismo la devore?
La hora de recapturar la democracia por la ciudadanía es inminente. Se expresa no solo en las calles, sino, sobre todo, en las nuevas formas de ‘accountability’ –rendición de cuentas– que se desarrollan gracias a la digitalización y al acceso a datos públicos abiertos –'open data’–.
Salvemos la democracia con más democracia y eso pasa por innovar la participación de la ciudadanía.
Yo, desde esta esquina, me apresto a ‘okupar’ mi espacio vital. Y aspiro a que la política se innove, para pasar de un mero ejercicio electoral a una democracia de apropiación, sostenida en la permanente implicación social y una impenitente vigilancia ciudadana vía lo digital. ‘Bienvenid@s tod@s’.