Despierto. Me da miedo mirar el teléfono. Ya sé que en el Whatsapp encontraré dos, tres, a veces cuatro mensajes. Algunos de personas que conozco, otros amigos de algún amigo que les pasó el contacto, otros son perfectos desconocidos. Un escalofrío me recorre la nuca. Ya sé lo que viene. La rueda se echó a andar: “Mi abuelo necesita una cama UCI y le han dicho que no la conseguirán, porque hay muchos antes de él en lista de espera”. “Mi madre está saturando 86 y no encontramos oxígeno”. “Mi hijo está hospitalizado y no recibimos información”. Ayuda, por favor, denos una mano. Y uno se queda ahí, mirando el teléfono con impotencia, pero también con la convicción de que toca, otra vez, empezar ese camino que no se puede dejar de transitar.
En el trabajo empiezan las noticias: familiares que duermen en carpas toda la noche, esperando detalles sobre la condición de sus enfermos. Unos hijos golpean, de pura impotencia y desesperación, al doctor que tuvo la mala suerte de anunciarles el fallecimiento de su ser querido. Un muchacho reclama que no le quieren entregar el cadáver de su hermano. Lambayeque, Trujillo, Puno, Iquitos… Directo en directo, no importa el lugar. No importa el poder adquisitivo del enfermo. El sistema ya no responde, el virus avanza con una ferocidad que escarapela. ¿Qué variante mató a tu tío, la brasileña, la inglesa? ¿Acaso importa? La noticia nunca se detiene.
Desde hace unas semanas, el escenario se ha vuelto inmanejable. Ya no contribuimos a una cadena de ayuda sino de fracaso. “Mi padre se está ahogando, está en la cama X del hospital Y”. Haces la llamada. ¿Cómo ignorar un grito de ayuda? Y ya sabes lo que va a pasar. Le trasladarás la impotencia a alguien más. “Lo veo, no te preocupes”, te contesta un funcionario que ya no duerme, que hace malabares tratando de ubicar una cama UCI que se desocupe. Que queda libre, casi siempre, porque alguien murió.
Sí, la rueda se ha echado a andar de nuevo, pero ya se convirtió en una rueda de muertos. Por cada diez mensajes que recibo, uno llama agradeciendo, porque su madre, hermano, tío, se recuperó. Los otros no lo lograron. No consiguieron la cama, el balón, la cánula. Pedimos disculpas, porque nuestro trabajo es informar, jamás influir en las decisiones de los médicos. Nos embarga, por un momento, una pena de muerte.
Y en medio de tanta pérdida, aparecen los que quieren encargarse del país a partir de julio: “vacunaremos a todos antes de fin de año”, “reformaremos el sistema de salud”, “produciremos vacunas como en la India”, “el Estado manejará el oxígeno” “el cañazo te protege”, “la ivermectina te cura”. Promesas estúpidas, incumplibles, indolentes. Porque aquello que ofrecen requiere de soluciones a muy largo plazo, o depende de un mercado internacional sobre el cual no pueden influir. ¿Por qué no se callan?
Los Whatsapp siguen llegando, las llamadas a la radio saturan nuestras líneas, los diarios y canales de televisión acumulan casos de desesperación, mientras funcionarios se farrean cientos de vacunas arrebatándoselas a unos pobres ancianos que hace más de un año no pisan otro suelo que el del hogar que los protege.
“Hoy descarga en mi pecho el desaliento, plomo desalentado” dice el poeta Miguel Hernández. Y la peste continúa. Los muertos se vuelven números, y van perdiendo rostro. Pero ese que espera en una silla de ruedas, ahogándose en un pasillo, sabe su que vida no es una estadística, sabe que su drama tiene nombre propio, que su lápida llevará estampada su individualidad.
Se acabó el tiempo de escribir. Hora de mirar el Whatsapp. La rueda se echa a andar de nuevo. Tal vez este sí se salve. Cuídense.