Hay un Perú que lucha por verse representado en el poder, y otro que es capaz de desplegar toda su fuerza para que esto no ocurra. Los que se sienten ganadores exigen en las calles que se respete la decisión del pueblo, y los que repudian ser gobernados por la izquierda pelean en las oficinas de la ONPE y los tribunales del JNE cada acta que muestre una mínima o grosera irregularidad. El objetivo es el mismo: alcanzar el poder. Los métodos y motivaciones son distintas. Los votantes de Perú Libre están tras una reivindicación, los de Fuerza Popular por una afirmación. Los unos están molestos, los otros aterrados.
¿Pero a qué le teme ese Perú que grita fraude? ¿Cuál es el pavor que está impulsando una suerte de macartismo criollo, según el cual cualquiera que haya votado por Castillo, o que no crea en el fraude es insultado o apuntado en ridículas listas negras? ¿En serio están convencidos de que un profesor que llega al poder con un Congreso dividido, sin una plataforma política sólida que lo sostenga, sin el apoyo de los militares o de los poderes económicos va a poder hacer lo que le dé la gana?
Tal vez me equivoque, y si lo hago seré la primera en reconocerlo, pero si dejamos el pánico de lado y usamos la lógica elemental, entenderemos que la mitad de lo ofrecido por Pedro Castillo es inviable sin una mayoría en el Congreso que se lo permita. Que al menor intento de violar reglas democráticas lo vacarán como se ha puesto de moda últimamente. Que no tiene dinero para financiar su populismo ni el apoyo de quienes manejan el poder económico en el Perú. Cuando Alberto Fujimori le ganó las elecciones a Vargas Llosa en 1990, y se anunciaron cataclismos inimaginables, Fujimori efectivamente cerró el Congreso y se voló toda la independencia de poderes, pero lo hizo con la anuencia y el aplauso de los que hoy miran con terror a Castillo.
Entonces, ¿qué los asusta tanto del profesor? Lo que con distintas intensidades y grados de paranoia los viene asustando desde hace años en casi todas las elecciones: perder el poder. Dejar las decisiones trascendentales en otras manos. Someterse a las medidas que tome un ciudadano con el que no comparten nada, que les es totalmente ajeno, y cuyos intereses colisionan con los que siempre han protegido de cualquier interferencia.
Alejandro Toledo terminó siendo un presidente servil al que pifiaban en las exhibiciones de caballos de paso. Alan García, el mejor representante de los intereses empresariales. Ollanta Humala, un títere de su esposa Nadine, que con tal de salir en “Cosas” tomaba decisiones por su marido. Cada uno de los candidatos que en su momento desató un ataque de histeria entre los peruanos que han disfrutado del crecimiento económico, una vez que se volvió presidente, fue domesticado, controlado y ganado para la defensa de un modelo económico que no funciona con el Estado ineficaz que tenemos.
Si Pedro Castillo finalmente logra jurar como presidente del Perú, ojalá no sea cautivado por los oropeles del poder de siempre y reforme un Estado que se ponga al servicio del ciudadano. Ojalá no pierda el tiempo expropiando clubes y nacionalizando empresas, sino haciendo cambios coherentes para que ese Perú al que tanto se le teme y se le ignora alcance niveles de desarrollo dignos. Ojalá que establezca puentes con la empresa privada y la sociedad civil para mejorar la salud, la educación, para transformarnos en una sociedad más justa.
Pero si no lo hace, si se contenta con la medianía de un gobierno agresivo y vengativo, le habrá devuelto las mismas sucias e inútiles pedradas con las que hoy lo atacan los que son incapaces de esperar, con actitud vigilante, a que las cosas mejoren.