Que levante la mano quien, a lo largo de su existencia, no se ha visto en el difícil trance de lidiar con un mentiroso profesional. Acá me refiero a un ser que niega lo evidente sin siquiera pestañear. Esta negación o distorsión de la realidad provoca un cúmulo de emociones, que van desde el asombro y la rabia pasando por la confusión, la amargura, la desilusión e incluso un bajón en la moral pública y privada. Porque la mentira no solo siembra la semilla del cinismo sino que, como muy bien lo señala Adrienne Rich, nos aleja de nuestra propia humanidad. En su trabajo pionero sobre el efecto de la mentira en las relaciones interpersonales (“On lies, secrets and silence”), Rich observa que el mentiroso vive con el miedo permanente de perder el control. De ahí que su solución a una vulnerabilidad inevitable sea una suerte de amnesia, que Rich denomina del inconsciente. Una estrategia que le permitirá evadir la responsabilidad de sus actos por muy dolosos que ellos sean. Dentro de esa misma línea de pensamiento –pero ampliándolo a nivel de la res pública– Hannah Arendt señala que la traición de los funcionarios y servidores públicos es un tipo de mentira que ocasiona muchísimo daño en el tejido social. “Mintiendo en la política” (“Lying in politics”) es un estupendo ensayo que forma parte de la obra “Crisis de la república” y que engloba las reflexiones de Arendt en torno a la política, violencia y desobediencia civil. La autora observa que la verdad nunca ha sido considerada entre las virtudes políticas y es su némesis –la mentira– una de las armas principales para preservar el poder. El abismo, como lo denomina Arendt, entre las palabras y los hechos se corporiza en el embustero/impostor, quien se engaña a sí mismo a partir de su desconexión con el mundo real. Exponer las mentiras de los poderosos (“el puente no se cayó, se desplomó”, “yo no sabía nada”, “renuncio si me prueban actos de corrupción”, “me cayó mal el bacalao” o “nunca hice negocios con Odebrecht”) muestran que la falsedad no entra a la política por accidente o por un acto pecaminoso. Es por ello que la indignación moral no es suficiente para develarla. La mentira nace de la contingencia, es decir, de una serie de hechos que se entrecruzan para generar el escenario donde ella florece. Un ejemplo clarísimo es el de Odebrecht, un poderoso conglomerado cuyos directivos no solo mintieron y robaron sistemáticamente a millones de peruanos, sino que tuvieron el apoyo de nuestros políticos y funcionarios públicos que, por ser parte de un sistema institucional débil, los ayudaron en su tarea criminal. El caso del rector de mi alma máter, la Pontificia Universidad Católica del Perú, muestra que no es solo la ausencia de ética lo que determina un comportamiento ilícito –como lo son los cobros indebidos a estudiantes carenciados– sino también la existencia de un contexto (contingencia lo llama Arendt) que permite explicarlo. Para empezar el Dr. Rubio confirmó su soberbia cuando en la vergonzosa entrevista de la que salió muy mal parado no pidió las disculpas del caso. Lo que puso, más bien, en evidencia es una verdad irrebatible: 25 años en el poder distorsionan totalmente el sentido de la realidad. “La cultura de la guerra”, impuesta a raíz del enfrentamiento con el Arzobispado de Lima por el control de la herencia de Riva Agüero, contaminó los usos y costumbres de una universidad que transitaba, lenta pero segura, por el camino de la modernización. Y en esa ruta compleja y sembrada de problemas se cruzó el “todo vale” y la lógica del amigo/enemigo, que es esencial para ganar cualquier guerra. Fue esta ecuación , además del caudillismo y el espíritu de cuerpo –que toda confrontación prolongada produce–, lo que obligó a “institucionalizar” un sistema económico prebendario. El que servía, entre otras cosas, para perpetuar en el poder a la facción que se percibía como la “salvadora” de la universidad. Todavía recuerdo mi encuentro con dicha facción, en su momento de hegemonía, y cómo su ataque, mediante una gran mentira, por no decir una calumnia, me impactó. A raíz de un plagio, perpetrado por un profesor de la universidad, denuncié que este señor no solo me había plagiado también a mí, sino que la administración no actuaba con la celeridad que un caso tan escandaloso demandaba. Tiempo después, en una reunión con autoridades universitarias, el Dr. Rubio me acusó de haber iniciado una campaña de desprestigio contra mi alma máter, a la que tanto quiero y respeto. No lo podía creer. Así que decidí llamarlo para que me explicara por qué se me acusaba a mí si, finalmente, el plagiador fue separado de su cargo. Nunca me contestó, a pesar de que, un sinnúmero de veces, se le exigió una explicación a su secretaria por una calumnia inmerecida. Ahora entiendo que dentro de su esquema de guerra, del todo vale y de la mentira como arma para mantener el poder, yo era individualizada como “la enemiga” del establishment y a un enemigo simplemente no se le escucha. Un hecho que, a la luz del ilícito que ahora conocemos, no debe sorprender del “presidente imperial” y su corte de áulicos que, salvo una colega amiga que me comunicó la calumnia, miraron al costado. Esta experiencia con un poder despótico no me alejó de mi trabajo por el prestigio y el buen nombre de un lugar que fue determinante en mi carrera como historiadora. Espero que los jóvenes que colaboraron en descubrir la gran estafa de los cobros indebidos sigan amando y cuidando a esa universidad que hace más de un siglo nos regaló José de la Riva Agüero en un acto de enorme generosidad. Una actitud noble y buena que ha sido traicionada por aquellos que pretendieron darnos a todos lecciones de moral.