Hoy, en enero del 2022, hay una sensación de alivio parcial entre varios de quienes vieron con preocupación, en junio pasado, la elección de Pedro Castillo como presidente de la República. Pero esta solo se revela a media voz: “pudo ser peor”, se susurra en diversos círculos políticos, grupos de estudio, colas de supermercado, directorios empresariales y sobremesas familiares.
Por supuesto, hay algo de mérito en la reflexión. La agenda maximalista inicial de Perú Libre, plagada de controles de precios, nacionalizaciones, sustituciones de importaciones y demás necedades –se dicen quienes hoy respiran con algo más de holgura–, habría cedido al peso de la realidad y del control político para apocarse en pedidos de facultades legislativas descaminados, nombramientos que discurren entre lo intrascendente y lo pésimo, y guiños populistas al por mayor. La tragedia boliviariana, por ahora, no es un escenario realista de corto plazo.
Al margen de lo acertado que pueda ser este análisis, lo cierto es que ha tenido el efecto de anestesiar a buena parte de la crítica. ¿Para qué hacer mucha ola –se preguntan estos políticos, estudiantes, trabajadores y demás– si en vez de un gobierno rabiosamente comunista nos ha tocado más bien uno tan solo inoperante y argollero? ¿No será simplemente cuestión de aguantar sin demasiado trámite estos cinco años al agua y luego seguir adelante como si nada?
Lamentablemente, la situación no es tan fácil. Ahí donde ha intervenido, el Gobierno es proclive a hacer moderados pero obvios esfuerzos para minar parte de lo avanzado y socavar la confianza. Valgan algunos ejemplos. En el mercado laboral, el impulso de la llamada Agenda 19, el incremento del salario mínimo y la obstinada tendencia a hacer más cara y compleja la contratación formal tendrán como consecuencia un país con menos empleos adecuados.
En cuanto a nuevas inversiones, este año será más difícil que el anterior. Las expectativas de la economía a tres meses –recogidas por la encuesta del BCRP– están en terreno negativo desde hace nueve meses, y eso se traduce en menos inversión hoy. En minería, estamos desaprovechando un super ciclo de precios incluso mejor que el que vio nacer a megaproyectos como Toromocho, Constancia, Las Bambas o la ampliación de Cerro Verde hace una década. ¿Qué grandes proyectos nuevos van a nacer en esta coyuntura? En agro, el pedido de cancelación del contrato por parte del concesionario del proyecto Majes Siguas II, uno que generaría cerca de 100.000 puestos de trabajo formales, ha sido recibido entre indiferencia (Ministerio de Economía y Finanzas) y satisfacción (Ministerio de Justicia) por este Gobierno. En el sector de Comercio Exterior, se preparan medidas de salvaguardias poco técnicas para la importación de textiles y confecciones. En gasto público, la falta de reglas fiscales –que fueron suspendidas a partir de la pandemia y nunca restituidas– le resta credibilidad al manejo del presupuesto. La lista de desatinos sigue y sería negligente pensar que, así las cosas, estos no se acumularán en los próximos meses y años sofocando progresivamente los motores económicos nacionales.
El rebote económico del 2021, la liquidez adicional (por el Programa Reactiva y la liberación de fondos de AFP y CTS), y la coyuntura externa del ciclo de precios han ayudado al Gobierno a pintar un escenario de bonanza. Pero eso es principalmente fachada y no se repetirá en el 2022. Con todo, es difícil anticipar un crecimiento de mucho más del 2% o el 3% de expansión del PBI en los siguientes años. Para un país como el Perú, esa cifra es tremendamente insuficiente. A manera de referencia, con una velocidad del 2% tendríamos el actual PBI per cápita de Chile recién en el 2063, cuando el Perú tiene las condiciones para crecer al 5% si se lo propusiese.
No ser Venezuela, en suma, no justifica resignarse –indolentes y aletargados– a una mediocridad que puede costarle al país años superar. El Perú debe aspirar a hacer las cosas mejor, y debe exigirlo de sus autoridades. “Pudo ser peor” no es excusa.