Desde hace un tiempo siento curiosidad por entender la estrategia del fujimorismo, ya que algunas de sus decisiones son aparentemente inconsistentes con el objetivo de ganar las elecciones del 2021. Su viraje hacia la derecha religiosa, por ejemplo, que lo aleja del votante medio que necesita atraer para no repetir el fiasco del 2016; la decisión de reunirse hasta con dirigentes cercanos al Movadef con tal de socavar a un gobierno que no necesita ayuda externa para perder popularidad; o su voluntad para involucrarse en censuras políticamente desgastantes, como las de Jaime Saavedra o Marilú Martens.
Mi conclusión, después de analizar la conducta del fujimorismo, es que este no cuenta con una estrategia en el sentido usual del término (acciones planificadas en torno a un gran objetivo central), sino que su comportamiento responde a dos ideas básicas sobre el funcionamiento de nuestro mercado político, con decisiones improvisadas de acuerdo con la coyuntura (por eso su eventual inconsistencia). Se trata de la estrategia “como vaya viniendo vamos viendo” de la que hablaba un profesor que tuve.
Estas dos ideas son simples pero realistas: que en el Perú las elecciones se ganan en las últimas semanas de la campaña y que es muy peligroso encabezar las encuestas con tanta anticipación. Por ello, la estrategia del fujimorismo consiste, básicamente, en mantenerse posicionado en la cabeza del votante pero a Keiko con el perfil más bajo posible hasta el 2021. ¿Cómo? Disparando a todo lo que se mueve en el Gobierno. En su lógica, esto, más el control absoluto del Congreso, les permitirá manejar la agenda política hasta entonces.
En mi opinión, dos tristes realidades le están permitiendo desplegar esta estrategia con éxito. La primera es que nadie espera nada del Congreso. ¿Alguien sabe qué plantea Fuerza Popular en educación, salud o cualquier otro tema en el que critica tan duramente al Gobierno? Lo dudo. ¿Importa? Al parecer, no. La popularidad del presidente está en picada pero Keiko sigue en su 38%.
La lamentable consecuencia de esta situación es que difícilmente veremos alguna reforma importante (laboral, descentralización, seguridad social, etc.) siendo discutida en el Congreso. El Gobierno no se atreve a proponer algo y, como vemos, Fuerza Popular no necesita hacerlo. Los intereses del Perú no parecen importar mucho en esta realidad.
La segunda es que la popularidad no exige propuestas programáticas, argumentos coherentes o consistencia entre discurso y práctica. Menos aun en el caso del votante fujimorista, en el que el apoyo está basado, sobre todo, en un sentimiento, en la ilusión de que la firmeza de voluntad basta para solucionar los problemas del país (y que se friegue quien se oponga). Es por eso que ni la agresividad de Lourdes Alcorta, ni los insultos de Héctor Becerril ni las pachotadas de Karina Beteta mellan la popularidad de Keiko. Al contrario. El achoramiento le suma, por más simplón, antidemocrático o irrespetuoso que sea.
La conducta del fujimorismo también revela que a Keiko le importan poco las opiniones de sus críticos. Ella, como su padre, apuesta que sus votantes no las leen, no las entienden o no les interesan. Y, viendo los índices de popularidad, pareciera tener razón. Hasta el momento, por lo menos.