En la economía existen diversas categorías de ingreso, como los jornales, las comisiones, los intereses y las utilidades. Cada tipo de ingreso retribuye una diferente forma de aportar a la riqueza común, y goza de la legitimidad que otorga su aporte productivo. Pero hay una excepción, una categoría de ingreso que incomoda y del que se habla poco. Se trata de los ingresos del rentista, que no surgen de una contribución productiva sino de riqueza que ya existe. El rentista participa en la riqueza sin contribuir. Los textos de economía dicen poco de la renta, primero porque no es parte del engranaje productivo, pero además porque su existencia cuestiona la legitimidad de la economía de mercado cuyo concepto central, formulado por Adam Smith, es que el mercado libre transforma el accionar egoísta de los individuos en un bienestar económico colectivo. La existencia de rentistas es una incomodidad para esa filosofía. En realidad, si bien es un asunto de economía, el estudio de las rentas tiene que ser trasladado a las ciencias políticas y sociales. ¿A quién le corresponde el usufructo de una riqueza ya existente? ¿Al primero que se la apropia? ¿Al que vive cerca? Y, ¿qué efectos tienen las rentas sobre una sociedad? Las preguntas son importantes para comprender la historia del Perú. Como sucede en la mayoría de las economías que recién empiezan su desarrollo, la economía peruana ha dependido sustancialmente de las riquezas naturales, desde el oro que motivó la conquista, la plata, el mercurio, el cobre, el petróleo, las tierras agrícolas, el caucho, el guano, el salitre, la pesca y la coca, una verdadera cornucopia como bien la registra el escudo nacional. Si bien el aprovechamiento de cada una de esas riquezas ha requerido el aporte adicional de capitales, mano de obra y liderazgo emprendedor, en un alto grado el ingreso resultante ha consistido en renta.
No sorprende entonces que el término “rentismo” aparezca con frecuencia, y siempre como acusación, en los trabajos de historiadores que estudian la evolución del Perú en los últimos siglos. Al rentismo se le atribuye una cultura de flojera, de poco esfuerzo y un bajo nivel de emprendedurismo. Además, cuando no existe un dueño natural, el reparto de rentas exige y estimula la intervención de la política. En una sociedad de sólidas instituciones democráticas el reparto de las rentas puede ser ordenado, pacífico e igualitario, como parece haber sido el caso de los países nórdicos, pero a falta de esa institucionalidad la presencia de rentas es una invitación para el uso de la fuerza, reforzando así el subdesarrollo institucional y la desigualdad. También, cuando la gestión económica no está mayormente en manos propias, sino en el azar de la naturaleza o de los ciclos mundiales, la gestión se preocupa menos por el largo plazo, el ahorro y el mantenimiento y el avance gradual, cualidades fundamentales para la buena gestión duradera. Pero ha pasado inadvertido un tipo de renta cuyos efectos han sido extraordinariamente positivos, tanto para la economía como para la igualdad. Me refiero al valor de los metros cuadrados en los centros urbanos, valor que ha ido aumentando exponencialmente a lo largo del último siglo, como consecuencia directa de la migración masiva y del crecimiento de las ciudades. Desde fines del siglo XIX, la población de Lima ha aumentado desde menos de 200 mil a más de 10 millones de pobladores, y otras ciudades han tenido un crecimiento similar. Ese crecimiento ha sido a la vez resultado y causa de aumentos en la productividad colectiva, generando empleo y mejores niveles de ingreso. Como explican los geógrafos de la urbanización, el crecimiento de las ciudades conlleva beneficios de aglomeración, especialmente por los efectos de la conectividad, y contribuye así a los mejores niveles de vida de la población urbana, tanto por el mayor acceso a los servicios como por el potenciamiento general de los negocios y de la productividad. Esa misma urbanización se ha venido produciendo en todos los países de alto crecimiento, muy especialmente en China y en la India.
Una consecuencia del efecto productivo de la aglomeración es el aumento en el valor del terreno urbano. En el caso del Perú, ese aumento ha tenido un efecto particularmente favorable porque la mayor parte de los nuevos pobladores de las ciudades ha obtenido sus terrenos a muy bajo costo, muchas veces sin pago alguno, y ha gozado de todo el beneficio que significa la revalorización de sus terrenos. Mi cálculo del valor aproximado de los terrenos ocupados por viviendas en Lima y en otras nueve ciudades principales, es un monto similar al del PBI total del Perú, más de 200 miles de millones de dólares. Se trata de un capital que ha aumentado solo por efecto del crecimiento global de la ciudad. Este valor representa a la vez un ahorro cuyo rendimiento supera largamente el interés que se podría haber obtenido en un banco o AFP y que, de hecho, está sirviendo de colchón para una gran parte de la población urbana. Quizás por primera vez, una renta (ingreso caído del cielo) ha favorecido a una mayoría de la población.