He lamentado el fallecimiento de Roberto Abusada. Fue el artífice de la apertura económica del Perú luego del cierre de nuestra economía en los 70 y, más que eso, fue el arquitecto principal del desmontaje de ese modelo estatista y proteccionista que hundió al país en la hiperinflación y en el colapso del Estado. Ese modelo que, en alguna medida, ahora se quisiera volver a montar como si no hubiéramos aprendido nada de la historia.
Ese cambio fue una verdadera revolución en todo sentido: enfrentó una resistencia, que al cabo fue vencida, y produjo la mayor reducción de la pobreza que hayamos tenido nunca en nuestra historia. No fue fácil. La rebaja arancelaria de inicios de los 80, con Abusada como viceministro de Comercio, tuvo la fiera oposición de la Sociedad Nacional de Industrias y de la CGTP, que en comunicados conjuntos acusaban al gobierno de “pinochetista” y “taiwanés”. Por eso, y aprovechando los estragos causados por el Niño del 83, esa reforma fue revertida un año después, poniendo fin a la primavera liberal de los 80. El estatismo proteccionista más bien se agravó con el primer gobierno de García hasta desembocar en la hiperinflación que redujo el Estado a su mínima expresión. Tuvimos la aparente paradoja de un modelo estatista produciendo el colapso del Estado y la privatización fáctica, informal, de los servicios públicos. Los médicos hicieron clínicas privadas en los hospitales.
Ante el desastre consumado, ya no hubo resistencia a las reformas liberales. Abusada inspiró la mayor parte de ellas, cuyo efecto pronto se hizo notar no solo en el abatimiento de la inflación, sino en la reconstrucción de los ingresos fiscales y del Estado mismo. Un Estado más fuerte en lo regulatorio, con un Banco Central que conquistó una autonomía que no debería nunca perder e “islas de excelencia” que los gobiernos de las dos primeras décadas de este siglo no lograron replicar en ministerios y gobiernos subnacionales. Incluso, sus presupuestos se han multiplicado gracias a los tributos que genera el mercado, pero principalmente en favor de una burocracia parasitaria y patrimonialista amparada en ideologías y leyes clientelistas que anteponen falaces derechos laborales a los derechos de los ciudadanos a tener servicios eficientes.
Por eso en los últimos meses de su vida, cuando ya conocía su destino, Roberto Abusada no se guardó nada en la denuncia de lo que él llamaba un “Estado disfuncional” y una descentralización fallida que había feudalizado el país. Sus artículos finales expresaron la desgarrada impotencia ante la manera como el ultrapopulista Congreso transitorio no hacía sino derruir con cada ley que daba el edificio nacional, desmontando avances y agregando cargas imposibles.
Su mensaje fue ese: el gran cambio que se requiere no es el de la Constitución –menos aún de su capítulo económico–, sino el del Estado. Ponerlo al servicio de la población. No es un problema de recursos, sino de decisión política. Porque esa sí es una revolución que implica enfrentar intereses creados que defienden el statu quo. Mucho más difícil que cambiar palabras en un texto asignándoles poderes mágicos o taumatúrgicos.
No hay que equivocar el foco. No hay que atacar el motor que genera ingresos. Hay que atacar el uso de esos recursos. Ahora se le exige a la minería rentabilidad social. Pero el responsable de la rentabilidad social de la minería no es solo la empresa minera, sino principalmente el Estado que dilapida en corrupción y mala gestión el canon y las regalías, que ya hubieran podido transformar las regiones mineras con los montos que han generado. La reforma de la gobernanza minera, del canon y las regalías tendría mucho más impacto que un incremento de las tasas impositivas. Esa es la lección.
Roberto Abusada Salah nos sigue iluminando.