Hace algo más de un mes nos dejó Roberto, compañero en la trinchera y amigo personal. Diego Macera escribió hace poco que gracias a él millones de peruanos vivimos mejor, y no encuentro mejor manera de expresar la contribución de Roberto a la historia del Perú.
Nos conocimos al inicio de nuestras carreras. En 1968, cuando Roberto terminaba sus estudios de economía en la PUCP, se interesó en un curso recientemente creado por el Banco Central de Reserva (BCR) que se dictaría durante el verano, cuya novedad sería el rigor en la enseñanza de teoría económica y los rígidos exámenes de ingreso, que servirían para seleccionar nuevos funcionarios públicos. No paró hasta ser admitido y terminó como el mejor de su clase. Pero yo acababa de dejar el BCR y buscaba asistente para la investigación que iniciaba en la Católica, y logré entonces contratarlo como ayudante de investigación. En ese entonces yo vivía en Huachipa, donde él me recogía para conversar de camino a la universidad. Recuerdo cómo en el camino me hacía un recuento de todas las palabras del idioma español que tenían raíz árabe. Compartimos no solo una fuerte amistad, sino un compromiso profesional de servicio público, dedicados a la guerra contra la pobreza del país.
Por algún período, ambos vivimos en el exterior hasta 1980, cuando fui convocado por Ulloa al BCR. Llegando al Perú, fue Roberto quien me hospedó en su casa los primeros meses y quien, además, me presentó a Pepita Camminati, mi esposa.
Roberto no era un economista académico, que es otra forma de decir que no cultivaba la duda. Estaba convencido de los principios de la economía de mercado –una economía relativamente abierta y estabilidad monetaria– y era evidente que la economía peruana se había apartado radicalmente de ambos objetivos. Lo urgente durante los años setenta y ochenta no era debatir teorías, sino convencer a sucesivos actores políticos de la necesidad de recuperar un margen de apertura, especialmente en el control de las importaciones y frenar la rampante inflación de esos años, y la inclinación, los talentos ejecutivos y persuasivos de Roberto se prestaron perfectamente a la guerra política que requerían esas tareas, obra que realizó durante varios gobiernos entre los años setenta y noventa. Sus enemigos no se definían en términos de derecha e izquierda, sino de los que se escudaban en banderas teóricas para beneficio propio, fueran empresarios, políticos populistas o funcionarios corruptos. Roberto estaba hecho para esa guerra. En parte, por su excelente formación académica, pero también por sus atributos de guerrero dedicado, atributos que le permitieron ser uno de los gestores principales de los lineamientos económicos y sociales de sucesivos gobiernos desde 1990.
La amistad con Roberto ha sido un privilegio que fue más allá del trabajo profesional y se extendió a los miembros de su familia, Mamie, Irene, Robertito y Emilia. Fuera de la oficina compartía con sus amigos su exquisito amor por la buena música. Gozó de una extraordinaria memoria (que, confieso, envidié muchas veces), tenía salidas inesperadas y agudas, y un fino sentido del humor que algunos no entendían, pero fue sobre todo un excelente amigo. Guardo el entrañable recuerdo de nuestra última conversación cuando lo visité en su casa.
Ya lo extrañamos…