Cuenta Palma que en setiembre de 1535 Pizarro y sus hombres detuvieron su partida de bochas ante un toque de corneta que anunciaba la hora del rezo. Entonces, Blas de Atienza comentó que Lima, recién fundada, más parecía un cuartel que una ciudad, pues aún no tenía una campana. Prometiéronse tener una y la Nochebuena de ese año se escuchó por vez primera su tañido y, aunque nueve años después fue fundida para hacer arcabuces, ya las órdenes religiosas habían fabricado sus propias campanas. Además, en esos años, el Rímac era más caudaloso y hablador.
Los españoles sabían que una ciudad no solo comprende edificios, sino también sonidos y ritos. Y en adelante, las campanas rigieron la vida de la capital. En tiempos de Santa Rosa, los de mayor misticismo y religiosidad, el día comenzaba con el toque del alba anunciando la misa; el ángelus fijaba el descanso del mediodía; a las dos y media el toque de vísperas marcaba el regreso a las actividades y, a las 6, el avemaría ordenaba el regreso a casa (Wuffarden y Guibovich). Por esos años, el Conde de Lemos ordenó a todos arrodillarse al escuchar su sonido.
Las campanas sonaban sin cesar en las fiestas religiosas y civiles, anunciaban desastres, celebraban el ingreso de virreyes, la proclamación de los reyes y lloraban su muerte. En 1621 las campanas sonaron 100 veces en honor del difunto Felipe III y, en 1666, 100 veces cada hora por la muerte de Felipe IV. Inclusive, al desplomarse las iglesias en los terremotos de 1687 y 1746, se colgaron sus campanas en los árboles para seguir organizando la vida limeña.
En 1754 el arzobispo Barroeta escribía quejándose al rey que: “En ningún lugar de toda la cristiandad habrá tantas campanas, ni tan grandes, especialmente en las iglesias de los regulares… que junto con la catedral se cuentan 28 campanas de primera magnitud: se dobla tanto por la muerte de un mulato como por una persona distinguida”. Su aversión al sonido era tan conocida que cuando partió de Lima en 1758, sus enemigos redoblaron las campanas por cinco horas seguidas, como vengativa broma que narra la gaceta de ese año.
A fines del siglo XVIII, Gil de Taboada reguló el número y el tiempo de las campanadas (Gargurevich), pero la orden no rigió mucho tiempo, pues en 1821 el viajero Robert Proctor contaba que su aplastante ruido impedía concentrarse, produciendo “la más bárbara combinación de sonidos imaginable”. Por ello, Bernardo Monteagudo estableció un tope de campanazos por día y un máximo de 5 minutos por vez, pero su orden fue desechada por impía. Las campanas sonaron cuando San Martín proclamó la independencia, cuando Salaverry atacó Lima, cuando Piérola avanzaba sobre la capital, pero callaron durante las batallas de San Juan y Miraflores o cuando Meiggs, constructor de los ferrocarriles, enfermó de fiebre amarilla.
Luego enmudecieron o fueron cubiertas por los ruidos de la modernidad y por otros sonidos de Lima: el silbido de los afiladores de cuchillos, el grito de los vendedores de tamales y la bocina de los panaderos o las cornetas de los heladeros que anuncian la primavera. Pero también por el claxon y el escape de las combis y, claro, por el insoportable “ruido político” y los escándalos que nos llegan desde el Centro de Lima.