Las instituciones en América Latina en general, y en el Perú en particular, son débiles y precarias y ello explica gran parte de nuestros desafíos: la desconfianza ciudadana en el Estado y en el otro, la mirada de corto plazo en las decisiones, los péndulos en la política públicas, por mencionar algunos. Hay pocas instituciones más fuertes y relevantes que la Corte Suprema de Estados Unidos, cuya solidez institucional no se basa en una ley fundacional, sino en una construcción hecha por una sucesión de personas concretas ejerciendo la máxima función jurisdiccional sirviendo por encima de todo a la Constitución. La semana pasada murió la jueza Ruth Bader Ginsburg (RBG), quien deja un legado enorme desde la perspectiva institucional pero también social.
RBG puso a la Corte y a la Constitución por encima de creencias y diferencias, puso la legitimidad del proceso por delante de los resultados –lo cual en 1993, cuando fue nominada por el presidente Clinton, le ganó la desconfianza de los colectivos feministas– , creyó que los cambios legales debían seguir a los cambios sociales –no al revés– y, muy relevante en nuestro contexto, nunca utilizó la interpretación del derecho como arma política.
En los obituarios y semblanzas de la última semana destacan su genuina amistad con el juez Antonin Scalia, con quien compartía una profunda pasión por la ópera y un respeto por la institución a la que sirvieron, pero del que estaba en el extremo opuesto en cada decisión; su cautela para interpretar la Constitución y los precedentes, incluso cuando escribía un voto de disenso; su capacidad de inspirar a las nuevas generaciones (su apodo “Notorious RBG”, por ejemplo, se lo pusieron los jóvenes en un guiño al rapero Notorious B.I.G que, como RBG, era de Brooklyn).
Convencer a la Corte Suprema, primero como abogada y luego como integrante, de que muchas leyes que siempre habían existido –y que probablemente fueron hechas con la mejor intención– ponían a distintos grupos en situación de desventaja y contrariaban el principio de igualdad entre personas que consagra la Constitución, es su mayor legado. Lo hizo gracias a su inteligencia estratégica, pero también gracias a su empatía: eligiendo casos en que los discriminados eran hombres, tejiendo argumentos que tocaran las fibras sensibles de sus colegas, construyendo incrementalmente a lo largo del tiempo. Con empatía, pero también con humor, RBG decía que los hombres de su generación no habían tenido el beneficio de crecer como mujeres y, por tanto, eran ciegos para ver las barreras invisibles que ellas enfrentan. Su tarea, entonces, fue quitarles las vendas que no les permitían ver, poco a poco, sumando aliados y sin apartarse de la ley, caracterizando el problema no como un problema de las mujeres, sino como una falta de igualdad en la sociedad.
Sus argumentos en contra de la discriminación por razón de sexo toman como base las conquistas de los derechos civiles respecto a la discriminación racial y, al hacerlo, abren la puerta a otras conquistas igualitarias, como fue el caso del matrimonio de parejas del mismo sexo. Los temas que lideró en la Corte les cambiaron la vida a millones: las mujeres casadas que pedían autonomía en sus decisiones económicas y financieras, las jóvenes que querían tener una carrera militar, el viudo que necesitaba poder atender a sus niños como lo habría hecho una viuda, la pareja gay que, como yo, quería casarse y que el Estado reconociera su matrimonio y un largo etcétera. Y, por eso, hoy millones en todo el mundo sentimos su partida y la corte a la que sirvió es una institución aún más sólida y respetada.