A propósito del debate sobre la legitimidad del poder que ejerce nacionalmente el movimiento ronderil, el antropólogo Alonso Zarzar explicaba el otro día, en el programa de análisis político que comparto con dos solventes tertulianos –Mirko Lauer y Augusto Álvarez Rodrich–, que, sin perjuicio del inequívoco aporte que las rondas campesinas les han brindado a las poblaciones rurales, su existencia en tanto instituciones de control es, al mismo tiempo, una mella a las facultades de vigilancia y castigo que la colectividad transfiere a los estados modernos.
Según Zarzar, vistas desde la sociedad nacional en su conjunto, es inevitable observar que las rondas han terminado por adjudicarse una de las facultades que históricamente han caracterizado a los estados modernos en el mundo occidental; esto es, las facultades de vigilancia y castigo.
La reflexión del antropólogo me llevó a pensar inevitablemente en Michel Foucault y en su teoría del panóptico. El panóptico era una estructura de vigilancia que permitía controlar desde un único punto de referencia a todos los que se quería controlar –desde presos y trabajadores hasta estudiantes– sin que el guarda pudiese ser visto.
Ahora bien, el poder de control centralizado era más fácil de ejercitar en un mundo en el que de verdad se tenía poder sobre los vigilados. Pero en pleno siglo XXI, y con el incontrolable influjo del poder que otorga un teléfono celular, parecería que el panóptico se está invirtiendo.
Y ello vale no solo para el control oficial y centralizado del Estado nacional, sino también para esas otras formas de control alternativo –como el de las rondas– que anhelan la centralización de la vigilancia.
Posiblemente causado por la dislocación espacio-temporal que provoca la digitalización, el panóptico se invierte cuando los vigilados empiezan a vigilar gracias al pertinaz deseo de ser vigilado. O, al menos, observado. Y es que nuestra convivencia con las redes sociales nos ha vuelto sujetos de atención mutua: en tanto que miro y soy mirado, soy.
Posteo y luego existo.
Es como si nuestra existencia –digital– necesitara de una confirmación, vía el acto de publicar en alguna red social el acontecimiento tal del que somos testigos. Esto se confirma, volviendo al asunto ronderil y sus excesos, en la manera en que se han hecho públicos los vejámenes de los que fueron víctimas unas mujeres de Pataz acusadas de prácticas impropias a los ojos del vigilante; es decir, de las rondas. En otras palabras, ni el temor a un chicotazo pudo persuadir a un vigilado de cumplir con su mandato existencial: posteo y luego existo.
Gracias a ese video producido por el teléfono celular de un residente rondero de Pataz, todos fuimos testigos de unas prácticas que cuestionan el sentido de justicia de las propias rondas campesinas.
Pero existe una segunda forma de inversión del panóptico: la de la exposición del guardia que, en lugar de quedar oculto mientras puede ver a todos, es él mismo quien queda expuesto frente a sus vigilados que, empoderados vía digital, se rebelan al control. Vía un video, por ejemplo.
Más allá de los cuestionamientos a los excesos de las rondas y a su propia facultad de policía, toca estar atentos a la efectividad de las instituciones que fueron construidas para dar vida a esa forma decimonónica de control centralizado, al que todos siguen aspirando formal o informalmente.