En mi columna pasada me comprometí a –un mes más tarde– cerrar mi interpretación sobre el discurso de Fiestas Patrias. En ella enfocamos algunos compromisos cortoplacistas poco creíbles y, en su cierre, planteé que tampoco se anunció nada que contrarreste los deterioros largoplacistas. Hoy estos se grafican en tres planos: disminución de la competitividad, deterioro institucional (reflejo de la corrupción burocrática) y reducción de la apertura comercial. De hecho, no enfocar estos planos fue su omisión mayor.
Pero el olvido no es casual. Es muy difícil hacerlo, porque requiere de una inusual dosis de liderazgo –o de crisis– que hoy no tenemos. Es necesario entender que reconstruir instituciones cuesta. Hacerlo requiere de la depuración –y hasta privatización– de instituciones básicas de Gobierno (policía, fiscalía y judicatura), y luego proceder con un subsecuente conjunto de reformas que permitan consolidar instituciones capitalistas. Pero hacer algo como esto no está ni de lejos en la receta ofrecida por el presidente Kuczynski ni en la de ninguna otra agrupación política del medio. Y este es quizás el principal problema nacional, porque es justamente lo que necesitamos hacer para crecer mucho más, reducir pobreza y reinyectar clase media. Todo sería sencillo si no fuese que lo que parecen querer los peruanos de estos días es justamente lo opuesto. Un regreso a la demagogia de los ochenta y una mayor reversión de las parciales reformas de mercado implementadas a principios de los noventa. Para muestra, nada mejor que un botón. Y el botón será esta vez la huelga de los maestros, evento que nos descubre tal como somos hoy.
Así las cosas, nada resulta mejor que comenzar por el principio. A fines de los ochenta –gracias a las desastrosas ideas económicas de Acción Popular y luego de la alianza del Apra e Izquierda Unida– caímos en una severa crisis hiperinflacionaria y llegamos a tener estándares de una nación sudamericana fronteriza (casi africana). A fines de los ochenta, el desempleo alcanzaba a nueve de cada diez peruanos, y la informalidad (léase: grado de incumplimiento de la ley) era generalizada. El Conare –perdón, Sendero Luminoso– estaba, según algunos, cada vez más cerca de tomar el poder. Pero acordémonos: la educación pública por aquellos años era un desastre generalizado. Se habían dado sucesivos aumentos nominales de salarios a la burocracia magisterial en medio de un universo de finanzas inflacionarias. Descontando la inflación, los salarios reales de los profesores se licuaron.
Desde la implementación de las reformas de mercado de 1990, los salarios de los maestros se han recuperado en modo significativo. Lamentablemente, nunca se introdujeron reformas de mercado importantes en la educación pública. Se recompuso la oferta de infraestructura, pero se persistió subsidiando la oferta, manteniendo en los hechos una virtual estabilidad laboral. Los intentos de introducir meritocracia quedaron en la retórica. Pero la educación pública estatizada hoy resulta un juguete caro para países ricos. Los peruanos gastamos en ella alrededor de más de un quinto del presupuesto nacional (más que Finlandia como proporción presupuestal), pero somos los consistentes coleros en pruebas globales de calidad académica escolar. Esto último, a pesar de la aparición de una oferta educativa privada, trabada por la regulación estatal, que palía algo el desastre de la oferta estatal. Nuestro statu quo educativo tiene un correlato directo con nuestros deplorables indicadores de empleo y competitividad.
Hoy grupos de profesores estatales se están asegurando de que no vaya a haber ningún cambio. Para ello están desarrollando una violenta huelga que exige aumentos salariales masivos (dejando todo lo demás igual). Y esto es así por dos razones. Primero: porque existe un abultado financiamiento –de fuente desconocida– que solventa costosas actividades de protesta en todo el país. Segundo: porque de aplicarse un aumento indiscriminado y masivo no habrá márgenes presupuestales (léase: recursos) para mejorar tecnologías e infraestructura en la educación pública. En el pasado, el haber cedido a sucesivas protestas e inflar indiscriminadamente las planillas, sin depurarlas oportunamente (despidiendo a maestros incapaces y repotenciando los salarios de los capaces), nos ha llevado al statu quo actual.
Como nación, gracias al sistema educativo que arrastramos, tenemos una severa oferta de capital humano, alta inseguridad ciudadana y una calidad de formación ciudadana deplorable, reflejada en cada proceso electoral. No es casualidad que el muy bien pagado líder de las protestas sostenga que los maestros tienen derecho a su puesto, por encima de los estudiantes. Hay un botín.
Hoy podemos anticipar que la huelga va a tener una solución superficial pronto. También podemos anticipar que el camino fácil –ceder a la coerción– perpetuará y profundizará el problema. El presupuesto de la educación pública se inflará, como en los ochenta. Cero mejoras. Ojalá me equivoque. Ojalá los esfuerzos de la ministra Martens por introducir mínima meritocracia –aunque muy parciales– prevalezcan. Pero, sobre todo, ojalá entendamos que tenemos que hacer mucho más que un poquito de meritocracia.