Alguna vez, en esas típicas juergas universitarias, un amigo preguntó qué superpoder nos gustaría tener. Hubo todo tipo de respuestas: comer sin engordar, ser inmortal, volar; mi amiga Anita, que trabajaba en el centro de Lima, dijo que ella quería teletransportarse a la avenida Abancay y nos reímos a carcajadas, porque su deseo era tan humilde que no había imaginado que podía pedir trasladarse hasta su propio escritorio. Hubo alguien, sin embargo, que nos dejó mudos a todos: “A mí me gustaría editar mi propia vida, como una película”. En ese momento fuimos conscientes de que poder borrar de nuestra existencia todo aquello que nos había dado vergüenza, o la cantidad de veces que habíamos herido a alguien más, o los innumerables ridículos que habíamos protagonizado, o las decepciones y pérdidas, era una cualidad sutil, pero potentísima.
Esa noche, coincidimos también en que cuando a alguien le preguntan “¿si pudieras cambiar algo de lo que hiciste en tu vida?” y contesta “nada”; es un mentiroso o un perfecto idiota. Porque es verdad que de los errores se aprende, pero también es cierto que hubiera sido mucho mejor no atropellar a alguien y matarlo porque estabas ebrio, que haber atesorado esa lección a costa de la vida de alguien más.
Pero no podemos editar de nuestra existencia las escenas incómodas o terroríficas. Como al perro al que se le asusta con un periódico para que no se vuelva a mear en la sala; los seres humanos debemos ser capaces de entender las consecuencias de nuestro comportamiento y recordarlas para no repetirlo. Si no la convivencia se hace imposible, los comportamientos impredecibles. Solo los psicópatas, o aquellos a los que el otro les importa un bledo (el infiel empedernido, el ladrón recurrente, el corrupto) encuentran en la reincidencia un placer.
La señora Keiko Fujimori ya forma parte de ese grupo. Como asesino en serie, cada vez que pierde una elección, en lugar de asumir su derrota y hacerlo mejor la siguiente vez, se empeña en hacer saltar al país por los aires. Les ha hecho creer a todos los que le temen al comunismo que lo que está defendiendo es la democracia; sin embargo, sus seguidores parecen haber olvidado que fue este mismo comportamiento caprichoso, cuando perdió frente a Pedro Pablo Kuczynski, el que nos trajo hasta este espantoso escenario. En el 2016 no solo no reconoció el triunfo de su contendor, sino que en lugar de trabajar por el Perú desde su envidiable mayoría parlamentaria, hizo explotar su piconería como bomba atómica y la gracia nos costó tener cuatro presidentes y dos congresos distintos en menos de cinco años.
¿Por qué actuó así? ¿Acaso PPK era un peligro para la democracia o el modelo económico? Lo hizo por las mismas razones por las que hoy ha jugado con el miedo de millones de peruanos: porque el país que dice querer gobernar no le importa nada. Porque ha heredado de su padre la tóxica idea de que el poder se ejerce en beneficio propio. Porque a pesar de que dice estar luchando por liberar a los peruanos de las garras del comunismo, en lugar de empezar a trabajar con otros grupos para ejercer una política de balances y contrapesos desde el Congreso, sigue agarrándose de leguleyadas que impiden proclamar a Pedro Castillo como presidente electo.
Y, curiosamente, con esa manera tan extraña e infantil de actuar, está logrando que Castillo y su equipo de trabajo se aprovechen del caos para no actuar como futuro gobierno, para no anunciar posibles gabinetes, para no darle explicaciones a nadie.
El superpoder de Keiko para dejar los campos yermos cuando no gana una elección le está otorgando a Castillo el superpoder de no explicarnos qué cuernos piensa hacer con nuestro futuro.