Los científicos nunca tuvieron dudas de que tendríamos una vacuna contra el COVID-19. Y no se equivocaron. Muy pocos, sin embargo, pronosticaron que esa vacuna estaría disponible tan pronto. Acertaron en suponer que dispondríamos de una vacuna contra este virus, pero se equivocaron en sus estimaciones de la velocidad con la cual esto sucedería. La experiencia histórica sugería que la vacuna tardaría años en desarrollarse y estar disponible a gran escala. Los científicos comenzaron a investigar el COVID-19 en enero de 2020 y pronto estuvieron listos para iniciar la fase 3 de las pruebas clínicas que evalúan la efectividad de la vacuna en un gran número de personas. Lo normal es que cualquier medicamento o tratamiento tarde años en estar listo para las pruebas de la fase 3. En este caso, lo lograron en seis meses.
Lo mismo está ocurriendo con el cambio climático y la revolución digital basada en la inteligencia artificial. Los expertos identifican correctamente las tendencias de los cambios, pero subestiman la velocidad con la que ocurren.
El desarrollo científico y tecnológico es una de las tendencias que, desde siempre, ha definido a la humanidad. Otra tendencia histórica es que las nuevas tecnologías suelen tener consecuencias no anticipadas sobre la sociedad, la economía y la política. Y, por supuesto, sobre los gobiernos, que siempre están desfasados y van a la zaga del cambio tecnológico.
Lo que ha ocurrido con la vacuna del COVID-19 –su invención, producción y distribución– es un revelador ejemplo de este peligroso desfase que hay entre la tecnología y la política. Mientras que el esfuerzo científico fue global, la respuesta de los gobiernos fue local. Si bien laboratorios en diferentes países compartían datos e información, importantes gobiernos, como el chino, por ejemplo, la escondían o tergiversaban. Los científicos mostraron visión, flexibilidad y velocidad; los gobiernos han sido miopes, rígidos y lentos. Todo esto no quiere decir que no haya habido rivalidades entre algunos científicos y feroz competencia entre compañías farmacéuticas. Pero todos vimos cómo mientras los científicos respondieron con eficacia a la crisis, en muchos países, políticos y gobernantes negaron la existencia misma de la pandemia o la minimizaron, ridiculizaron el uso de mascarillas o el mantener distanciamiento social, promovieron tratamientos fraudulentos y el uso de amuletos con poderes mágicos.
Las normas, reglas y valores que orientan la conducta de los políticos son, por supuesto, muy diferentes a las que orientan a los científicos. Mientras que para los científicos el mérito individual es muy importante, los políticos privilegian la lealtad de sus colaboradores y seguidores. Para los científicos, las decisiones se deben basar en datos y evidencias, mientras que en los políticos tradicionales pesan mucho sus experiencias previas, las anécdotas y las intuiciones. En tanto que la investigación científica busca el cambio a través de la creación y adopción de nuevos conocimientos, la política suele privilegiar ideas y formas de actuar conocidas, a pesar de que en sus discursos todos los políticos se presentan como agentes de cambio. Finalmente, el método científico se basa en la razón y la comprobación empírica de afirmaciones cuya validez puede ser verificada y replicada por otros. En la política, en cambio, privan las pasiones y creencias personales, así como las creencias religiosas y el pensamiento mágico.
Todo lo anterior no significa, por supuesto, que entre los científicos no se den conductas influidas por pasiones, intereses y prejuicios o que entre los políticos no haya casos de meritocracia, racionalismo y promoción de cambios. Pero lo que este contraste revela son algunas de las fuentes del desfase entre ciencia y política.
El rezago de la política se manifiesta de manera brutal en el estancamiento de los gobiernos, en su funcionamiento y en especial los procesos de toma de decisiones en materia de políticas públicas. Bien harían los políticos en adoptar el espíritu de experimentación que desde siempre distingue a la ciencia. Este, junto con la apertura a nuevas ideas, a la evaluación desapasionada de la evidencia y a la fuerza de la realidad empírica, podrían comenzar a recomponer la credibilidad de las democracias ante las múltiples crisis que las acechan. Y la alternativa –el statu quo– ofrece solo la profundización de la crisis de desgobierno que ha venido afectando a tantas democracias occidentales.