FRANCO GIUFFRA
Empresario
Dios ha sido bueno con nosotros. Mientras la comunidad científica internacional ha debido invertir billones de dólares para construir en Suiza el Super Collider, el acelerador de partículas que permitirá desentrañar el origen de la materia, a nosotros nos ha dado gratis Pucusana.
Como centro de investigación sobre las leyes y la sociedad, Pucusana es insuperable. Buena parte de las normas en materia laboral, tributaria, municipal, sanitaria, de tránsito y un largo etcétera debe tener allí escasa importancia. Con lo cual, apenas a 68 kilómetros de Lima, tenemos el escenario natural más apropiado para observar el divorcio existente entre nuestra legislación y la realidad.
Basta pasearse por este efervescente distrito playero para imaginar, por ejemplo, lo que puede ser para la gran mayoría de peruanos el Reglamento Nacional de Edificaciones. O las disposiciones sanitarias de Digesa. O las normas tributarias sobre IGV, renta y percepciones. O las directivas de Produce sobre el manejo de terminales pesqueros.
Es como una revelación. Si usted tiene dificultad para imaginar magnitudes cósmicas, como la distancia entre dos galaxias, una mañana de domingo le muestra en un instante que ello es aproximadamente igual al abismo que existe entre las normas sobre seguridad y salud en el trabajo y las “prácticas laborales” en el distrito.
De igual manera, si le inquieta el tiempo de vida de una estrella fugaz, ello debe ser equivalente a los siglos que seguramente pasarán antes de que en Pucusana se instalen lactarios, se cumpla con contratar una cuota de empleados discapacitados o se habiliten consultorios para médicos ocupacionales en las empresas.
Por ello, como si fuera el espejo del Perú, Pucusana podría ser el distrito piloto de cualquier iniciativa regulatoria. Ninguna norma debería ser puesta en vigencia a escala nacional si antes no se ha implementado con éxito en esa caleta de pescadores. Ese sería el Pucusana Test de realidad para legisladores y fiscalizadores.
Así, por ejemplo, solo una vez que se haya cumplido allí las exigencias de defensa civil, recién entonces se deberían aplicar al resto del país. Cuando su local municipal tenga puertas cortafuego y muebles con pintura ignífuga, entonces se podría pensar en establecer esos requisitos a escala nacional.
Lo propio con la Sunafil, que está ad portas de iniciar sus fiscalizaciones: que arranque por Pucusana y sus pescadores. Que exija allí registro de incidentes y exámenes médicos antes, durante y después de embarcarse en las lanchas. De hecho, también el Indecopi debería poner a prueba en su malecón, en cada puesto de raspadilla, su renovado libro de reclamaciones, antes de pretender ampliarlo a escala nacional.
A Pucusana debería mudarse también el Congreso, como tienen los chilenos el suyo en Valparaíso. En su Plaza de Armas debería sesionar el Consejo de Ministros y allí deberían vivir los funcionarios top del Poder Ejecutivo.
Porque, pensándolo bien, ¿de qué sirve tanto alboroto en Lima si las normas que se publican y las fiscalizaciones que se programan no tienen mayor aplicación o vigencia o impacto fuera de unos pocos distritos pudientes de la capital? ¿Para quién legislan realmente los congresistas y sobre qué país se discute en verdad en los consejos de ministros?
Esa colisión entre unas normas marcianas y la vida cotidiana del país está a la vista en Pucusana: toda la inoperancia del Perú oficial y toda la informalidad del Perú real. No es ningún misterio.