Resulta muy popular afirmar que las mujeres deben armarse con “tijeras, clavos y agujas” para defenderse de los acosadores en el transporte público. Probablemente en la próxima encuesta de Ipsos, la ministra Ana Jara suba algunos puntos de popularidad y reciba algunos aplausos extras cuando acompañe a la señora Heredia en sus recorridos por el país. Hacer este tipo de proclamas resulta tremendamente popular, pero también es un recurso facilista. No apunta a la raíz del problema, solo busca una reacción.
El ataque a Magaly Solier indigna tanto por el vejamen sufrido como por la indiferencia de quienes fueron testigos del hecho. Pero el caso de la actriz de “Madeinusa” es uno más de los centenares que ocurren todos los días en el Metropolitano, el metro, las combis, cústeres y buses. Y la mezcla de terror e indefensión que se apodera de las víctimas provoca que muchas veces no reaccionen, mientras el resto de pasajeros continúa en lo suyo, ajeno a lo que sucede delante de sus ojos.
¿Deben defenderse las mujeres? Por supuesto. Muchos de estos agresores han regresado a sus casas con el rostro trémulo por sopapos, arañazos o algún carterazo certero. También con el abdomen o sus partes íntimas aguijoneadas por un preciso alfiler. Pero nada de esto ha conseguido que los ataques disminuyan.
Es muy difícil ser mujer en un país machista hasta la médula como el Perú. El caso de Solier es, aunque común, solo una de las tantas agresiones que reciben a diario, de las que se habla muy poco, porque silbarlas o decirles vulgaridades disfrazadas de supuestos elogios a su belleza forma parte de lo “socialmente permitido”. Estas agresiones suelen aparecer en los medios solo cuando la víctima es una persona conocida o deviene una muerte. Luego la insensibilidad es casi total.
Estimada ministra, usted que tiene tanta llegada al poder, aproveche y pídale al presidente o, mejor dicho, a la señora Nadine, que haga algo concreto para acabar con este problema. Por ejemplo, que dé luz verde a un sistema más rápido y efectivo para atender estos casos, a fin de que la víctima reciba el cuidado que merece y el agresor sea castigado sin dilaciones (si requiere conversar con la alcaldesa de Lima, llámela también).
Solicítele que en las comisarías, cuando llegue una mujer agredida, no la miren con desdén o la traten con sorna, como suele suceder. Exija que las atiendan con respeto, que los policías no acentúen su drama con la burla o la indiferencia.
Indíquele que, entre las reformas del sector Salud, se considere la salud mental como política de Estado, a fin de atender a estos sujetos que no andan bien de la cabeza, y a tanta mujer desprotegida, que debe tragarse sus lágrimas y su dolor, al no conseguir quién vele por ellas.
Todo esto, créame, es mejor que incentivar respuestas violentas a una situación ya de por sí violenta y trágica. No servirá para subir unos puntitos en las encuestas, ni ganarse algunos aplausos en un mitin, pero, se lo aseguro, es mucho mejor que promover mujeres armadas con tijeras, clavos y agujas.