La década que se inicia será quizás la que defina el rumbo futuro del desarrollo del Perú. El país no solo deberá regenerar su maltrecho Estado para hacer gobernable a la nación, sino que tendrá que lidiar con las incertidumbres de un mundo que, a diferencia de lo que muchos pensaron luego de la caída del Muro de Berlín, será definitivamente multipolar. Los movimientos geoestratégicos de cada bloque de poder entrañan el peligro de afectar al país de manera imprevisible. Desafortunadamente, empezamos la década con un Estado desvalido ante los enormes retos nacionales y mundiales.
Ya no será posible depender de que el progreso fluya, como hasta ahora, del accionar de un enorme conjunto de grupos sociales inconexos, privados de una visión común de país al que aspirar. Un Estado recompuesto y con instituciones sólidas tendrá que construir una visión común. De otra manera, el vacío ya creado será crecientemente ocupado por todo tipo de grupos legales e ilegales que actuarán buscando maximizar el beneficio propio y, en la mayoría de casos, a costa de los demás –y consecuentemente de toda la sociedad–.
Desde la mitad del siglo XX, el país ha sido sometido a muchos regímenes económicos y políticos con resultados diversos: desde los moderadamente exitosos hasta los abiertamente desastrosos. Desde la época en la que el Perú estaba partido en dos, en la que muchos creían que “el Perú era solo Lima”, hasta el advenimiento de la enorme migración interna, mestizaje e integración que hoy definen a nuestra sociedad, el país ha experimentado cambios sorprendentes y, también, un grado de progreso notable. A veces, el avance ha sido vertiginoso, mientras que durante largos períodos se vio solo languidez y estancamiento.
Los años 50 y 60 del siglo pasado fueron buenos para la economía. Crecimos en promedio 5,4% y vimos también el inicio del vuelco de grandes poblaciones rurales hacia la costa y hacia las principales ciudades grandes e intermedias. En la década del 70, las políticas desencaminadas del gobierno militar cortaron el crecimiento, con resultados funestos para una población que se expandió en un tercio, debido a la descomunal tasa (2,8%) de crecimiento poblacional. Peor aún, este decenio le legó al país una Constitución y unas estructuras económicas que sellarían la desgracia de la década perdida de los 80, ¡una década en la que el ingreso por habitante cayó en un 23%! Llegarían luego las reformas de la década de los 90, que siguieron al impostergable y brutal ajuste del 8 de agosto de 1990. La complacencia y el abandono de las reformas después de derrotados la hiperinflación y el terrorismo hicieron que, en la última década del siglo XX –que debió ser estelar–, el país terminara con un magro crecimiento promedio de solo 3,2%. Aunque, en este resultado, también pesaron las crisis rusa y asiática, además de la crisis política provocada por Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos.
Durante los 20 años de este siglo, el Perú ha tenido la suerte, gracias a la Constitución de 1993 que permitió tener una institución de clase mundial como lo es el Banco Central de Reserva, de tener una fortaleza macroeconómica espectacular: reservas, crédito, poca deuda, estabilidad de precios y calidad crediticia. Esto hace que, por donde se nos mire, nuestros fundamentos sean envidiables. Pero, al mismo tiempo, la degradación del Estado y sus instituciones ha llegado a un nivel insostenible. Poco a poco el país se ha tornado inmanejable por la manera absurda en la que han proliferado el trámite, el permiso, la corrupción y, más importante aun, la pérdida total por parte del poder central rector del control del territorio, hoy completamente balcanizado por la deplorable implementación del proceso de regionalización. En los últimos 20 años, el Perú debió crecer a una tasa cercana al 6% por año, llevando el nivel de pobreza a alrededor del 10% de la población. En cambio, el crecimiento de las últimas dos décadas ha sido de 4,5%, debido a la ‘nueva normalidad’ de los últimos seis años, que nos ha dado un crecimiento del 3% que garantiza que no habrá convergencia hacia el desarrollo. Nos han faltado reformas y nos ha sobrado acrimonia política en medio de una falta de liderazgo pavorosa. Y lo más importante de todo es que no tenemos una visión de país que percole hacia toda la sociedad, energizándola para que esa visión se torne en realidad. No hemos visto una sola reforma económica, mientras que la “reforma política” y la “reforma judicial” han sido simples bromas de mal gusto.
Ningún país de Latinoamérica está mejor posicionado que el Perú para relanzar su desarrollo. La laboriosidad de su gente y la solidez de su economía ofrecen una oportunidad única. Miremos cuáles son los países que progresan y cuáles los que se empobrecen, y sabremos lo que nos falta por hacer.