El origen de la democracia moderna estuvo bien lejos de sufragios universales o derechos ampliamente reconocidos. Más bien, surgió como un contrato social entre élites burguesas y terratenientes que les permitió consensuar formas de gobierno una vez desplazada la monarquía absoluta. Era común, por ejemplo, ser demócrata y tener esclavos, esposas privadas de vida pública, habitar entre pobres sin derechos e inmigrantes marginados. Por ejemplo, en Estados Unidos la ciudadanía plena solo era gozada por hombres blancos, de origen anglosajón y con patrimonio. En las primeras elecciones de 1787, solo el 11% de los adultos emitieron un voto. En el Reino Unido, menos del 10% de la población adulta masculina votaba a principios del siglo XIX.
La justificación principal para discriminar a amplios sectores de la población eran varias, pero destacaba la supuesta incapacidad de los excluidos para decidir sobre asuntos públicos. Sea por racismo, sexismo, etnocentrismo, clasismo o xenofobia, eran postergados porque se afirmaba que no tenían las competencias racionales, reflexivas o éticas necesarias para ejercer la ciudadanía política. Esto mantuvo el poder “democrático” bajo el control de una minoría.
El Perú no fue ajeno a esta originaria exclusión. Recién a mediados del siglo XX es que un poco más de la mitad podía ejercer el voto, porcentaje logrado gracias a la inclusión electoral en 1955 de las mujeres mayores de 21 años que sabían leer y escribir. Con la Constitución de 1979 se eliminó la última y gran barrera hacia el sufragio universal al abolir el requisito del alfabetismo. No es posible entender la magnitud de esta medida sin percatar que, en esos momentos, el 20% de los pobladores mayores de 15 años no sabían leer, llegando al 40% en zonas rurales (55% de las mujeres). Como ha planteado Sinesio López, este impedimento constituía la principal forma de exclusión de “derecho” de los peruanos pobres, rurales e indígenas durante buena parte de nuestra vida independiente.
La extensión del voto es importante, pero es solo simbólico si no está acompañada de otros mecanismos de inclusión a la vida política nacional. En el 2006, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publicó un ambicioso estudio sobre la democracia peruana. Una de sus principales conclusiones era que nuestra democracia, cito: “…es “de arriba”, que avanza aún muy lentamente hacia los pueblos alejados o hacia los pobladores marginales –solo geográficamente cercanos– de las ciudades” (PNUD, 2006, p. 90). El informe sentenciaba: la democracia es un bien superior que solo es vivida y ejercida por una minoría de medianos a altos ingresos, alto nivel de educación y buena calidad de vida.
En los últimos años vemos con preocupación como en muchas partes del mundo la ampliación de la ciudadanía electoral no solo se está frenando sino retrocediendo. En muchas democracias actuales se están limitando los derechos políticos a minorías, inmigrantes y pobres. Y una de las principales formas es recortando sus derechos electorales.
Las formas de hacerlo son múltiples. En EE.UU., el expresidente Donald Trump intentó que fuera anulado el voto de amplios sectores en seis estados que perdió ante Joe Biden. Planteó 62 demandas judiciales, perdiendo todas menos una de menor consecuencia. Casi siempre, las observaciones eran a jurisdicciones con fuerte presencia de votantes de minoría. Ahora, pensando en futuras elecciones, en la mayoría de los estados se han introducido legislación que restringe las formas más comunes de voto de las minorías (por correo o anticipada).
Hace quince años, en un memorándum confidencial, Citigroup celebraba la creciente concentración de riqueza en lo que denominó las “plutonomías”. Advertía, sin embargo, que la continua acumulación corría peligro porque en la democracia “cada persona tiene un voto”. Y esas mayorías, en forma creciente, están exigiendo una mejor distribución de la riqueza.
Nuestro país está pasando por uno de esos momentos críticos en los cuales optamos por garantizar la plena participación o la recortamos. Se está intentando desvalorizar el voto rural a pesar de las escasas pruebas de actos indebidos e irregularidades. A falta de evidencia se está apelando a sentimientos gamonales aún latentes, a pesar de que nuestro país dejó –hace una buena cantidad de tiempo– de ser señorial.