Hasta hace poco, la política parecía algo tan simple como cruzar la calle. Desde pequeños, nos enseñaron que siempre teníamos que mirar hacia ambos lados –derecha e izquierda– antes de seguir nuestro camino. La socialización política era parecida y aprendimos a dividir al mundo entre dos extremos y ubicar a los demás dentro de ese continuo.
Salvo los extremistas u ortodoxos –o sea, los que viven atrapados y engañados en sus universos paralelos–, el resto de la ciudadanía se fijaba en la trayectoria de la organización política (normalmente partidos políticos), en su ideología, sus programas y sus alianzas. Ello nos permitía ubicarlos dentro de ese espectro. Inclusive, los colores de cada bando contribuían a este propósito: el rojo para las izquierdas y el azul o el amarillo para las derechas, incluyendo a los conservadores (¡ah!, y el verde para los ecologistas).
Desde 1996, los peruanos muestran una mayor tendencia hacia la derecha, según las cinco encuestas realizadas desde entonces por el “World Values Survey”. Cuando se les pide que se autodefinan dentro de una escala en la que el 1 representa la extrema izquierda y el 10, la extrema derecha, la media ha estado entre el 5,53 y el 6,01. Hay una mayor concentración en el centro –entre las posiciones 5 y 6– con un poco más del 40% de los encuestados. No obstante, la última encuesta del 2018 muestra que la preferencia hacia la extrema derecha (14%) es más marcada que la de la extrema izquierda (4%).
Reflexionaba sobre estos datos a raíz de las campañas en defensa de la empresa e inversión privada que varios gremios empresariales e instituciones liberales han lanzado en diversos medios de comunicación. A primera vista, parece una buena decisión en tiempos electorales llegar a esa mayoría que parece inclinarse hacia la defensa de la iniciativa privada y en contra de la intervención estatal.
El problema con esta propaganda es que las ideologías actuales han dejado de ser comprensivas y son, más bien, parciales. Esto significa que el ciudadano híperindividualista solo toma aquellos aspectos de una forma de pensar que le conviene o con la que se siente identificado. Estas campañas apuestan a que el electorado inclinado hacia la derecha comparta un núcleo común de principios y valores. Pero esto no es así.
En la misma encuesta, por ejemplo, la gran mayoría de los peruanos consideraba que la competencia es buena porque estimula el trabajo y el desarrollo de nuevas ideas. Sin embargo, al mismo tiempo una mayoría se inclinaba a favor de una mayor responsabilidad estatal en “asegurar que todos tengan sustento” y opinaba que “debe aumentar la propiedad estatal de los negocios e industria”. ¿Contradictorio?
En un país de emprendedores, pero no necesariamente de empresarios (Rolando Arellano, El Comercio, 01/02/20), la competencia es lo que marca la diferencia en el día a día. Para algunos, esta significa aumentar su rentabilidad; para la mayoría, es sinónimo de sobrevivir. De ahí que exista una posición tan positiva al respecto. La mayoría de peruanos, no obstante, son trabajadores informales que viven bajo constante zozobra por lo precario de su ocupación y de sus ingresos. Aun aquellos que han crecido económicamente pueden ser lo que algunos investigadores denominan “triunfadores frustrados”. Tienen más plata, pero no vacaciones, seguro de salud, fondo de pensiones, seguro de desempleo o buena educación para sus hijos. Viven en la precariedad.
Es por esta razón que considero que se puede estar de acuerdo con la iniciativa privada, al mismo tiempo que se opta por un Estado fuerte de bienestar que intervenga en varias áreas sensibles de la producción de bienes y servicios. Más aun cuando la creciente privatización en la provisión de muchos derechos sociales –como educación y salud– ha derivado en una mayor desigualdad entre peruanos. Asimismo, la pandemia ha puesto en evidencia la urgente necesidad de medidas redistributivas para satisfacer condiciones básicas.
Pues menudos problemas tienen nuestros políticos ante este electorado tan ecléctico. Los que defienden posiciones extremistas inflexibles terminan mirando sus ombligos. A los demás, solo les queda estar en línea con Marx (Groucho, esto es) y declarar a los cuatro vientos: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”.