Dado lo que está en juego, abstraerse hoy de la coyuntura política –ponerla de lado antes de emprender cualquier análisis– resulta imposible. Pero si uno ensayara por un momento ese difícil ejercicio mental, notaría con bastante claridad que la mesa está servida para un contundente despegue de la economía peruana en esta segunda mitad del 2021, seguido de una consolidación en el 2022.
Los motivos son varios. Así como en estos meses las crisis sanitarias, económicas y políticas simultáneas se potenciaron mutuamente en una suerte de tormenta perfecta, desde el lado económico se nota ya una confluencia de factores positivos que podrían motivar un periodo de expansión como pocas veces se ha registrado.
Partamos de la base: la estabilidad macroeconómica. A pesar del aumento de la deuda pública como consecuencia de la pandemia, esta se mantiene en niveles sumamente sanos. Junto con una moneda sólida, inflación controlada, grado de inversión, entre otras fortalezas, el Perú aparece ahora en el mapa global como uno de los pocos países de ingresos medios que tiene indicadores macroeconómicos propios de países desarrollados.
Por su parte, el sector privado ha demostrado mayor resiliencia de lo anticipado. La expansión del PBI del primer trimestre superó las expectativas más optimistas y varios indicadores de actividad productiva –como la generación eléctrica y los despachos de cemento– se hallan o muy cerca de sus niveles prepandemia o incluso por encima. El BCR anticipa una expansión del PBI de 10,7% para el 2021 y 4,5% para el 2022. Con ello, en la primera mitad del próximo año se alcanzarían los niveles de producción del 2019.
La otra variable que viene superando las expectativas es el avance la vacunación. Desde el inicio de la campaña de inmunización en febrero hasta mediados de mayo se aplicaron tres millones de dosis, la misma cantidad que se logró administrar solo durante junio. Si se consigue mantener el ritmo de los mejores días del mes pasado, no parecería ya inalcanzable la meta de vacunar a todos los mayores de edad hacia finales de año. Eso implicaría también un enorme impulso para la economía.
Y los vientos de fuera soplan a favor. El mundo desarrollado está pasando un periodo fuerte de reactivación. Con el precio del cobre nuevamente por los cielos –a niveles similares a los que se veían en el 2011– la economía peruana tendrá un gran impulso adicional. El sostenido avance de China –apenas golpeada económicamente por el COVID-19–, los ambiciosos planes de infraestructura de EE.UU., y la reconversión de la matriz energética global hacia modelos menos contaminantes, podrían mantener el precio del cobre alto por un periodo indefinido.
Esta visión optimista del futuro económico debe venir con cuatro precauciones o matices. El primero es que, para muchas variables, la recuperación se trata –lógicamente– de volver rápido a un estado similar al 2019. Eso no es poca cosa considerando la dimensión del desplome del 2020, pero hay que verlo en su justa dimensión. Para crecer de manera sostenida requerimos más que esto. Lo segundo es que el empleo y los ingresos por trabajo no se recuperan al mismo ritmo que el producto, y eso tiene implicancias serias para la calidad de vida de las familias. Políticas decididas para promover más empleo formal serán necesarias. En tercer lugar, el fin de la pandemia no está garantizado; nuevas variantes del virus y una tercera ola de contagios son riesgos muy serios a considerar. Y el cuarto punto es, por supuesto, el riesgo político. Una visión escéptica de las libertades económicas desde el Ejecutivo haría muchísimo daño; si a eso se le agrega un escenario de ingobernabilidad crónica en el país, la perspectiva pasaría a sombría.
La oportunidad para alcanzar una rápida recuperación económica, decíamos, está a la mano, pero no está garantizada. Sería un despropósito mayúsculo dejarla pasar.