Si pudiéramos predecir el futuro y vaticinar que el gobierno de Pedro Castillo sería igual o peor que los primeros 120 días de su administración, seguramente muchos quisiéramos que acabe antes del 2026. Un 62% de peruanos pronostica que el profesor cajamarquino no concluirá su mandato, según la más reciente encuesta del IEP.
En esta tesitura, se puede entender a quienes apoyan la vacancia presidencial sin preocuparse mucho por los marcos constitucionales que rodean a esta figura excepcional ni tampoco por el precedente de incertidumbre que marcaría. Pero lo comprensible no es equivalente a lo justificable.
La moción de vacancia presentada por la congresista Patricia Chirinos y respaldada por parlamentarios de Avanza País, Renovación Popular y Fuerza Popular contiene legítimos cuestionamientos al Ejecutivo. Pero aquí no está en duda o juicio la calamitosa administración de Castillo y compañía. La pregunta es si existe evidencia suficiente para apretar el botón de emergencia, aquel que le dice a la población entera que su voluntad de haber elegido a un jefe de Estado por cinco años tiene que ser interrumpida, porque, moralmente, aquel ya no puede gobernar.
Entonces, si revisamos los motivos esgrimidos en la iniciativa vacadora, encontramos argumentos para preocuparnos, pero razones también para pensar que hay herramientas menos drásticas para controlar el abuso del poder que viene cometiendo el Ejecutivo.
Por ejemplo, respecto de la designación de personas investigadas por apología del terrorismo como altos funcionarios, haría bien el Congreso en aprobar leyes que establezcan candados institucionales en el Estado. De hecho, el problema no se agota con los exministros Bellido y Maraví. Hay muchos ministros, viceministros, secretarios generales y cabezas de instituciones, como Indecopi y Essalud, cuyo único mérito parece ser la acreencia de favores con Perú Libre o el propio Castillo. Cierto es que el favoritismo y el copamiento estatal no empezó con el partido del lápiz, pero evidentemente se ha agravado a niveles bochornosos durante estos meses. Aprobar la legislación que proteja la meritocracia sería un gol sencillo, a la vez que una cortapisa trascendental al desvergonzado tráfico de favores que impera en el oficialismo.
Sobre el mutismo presidencial y su negativa a dar conferencias de prensa o entrevistas a medios de comunicación, bien podría pensarse en algún mecanismo de rendición de cuentas que pudiera aprobarse legislativamente como obligación personal del mandatario. Aunque nunca fue necesario imponer una obligación de este estilo a un presidente, quizá convenga hacerlo ahora.
Con relación a la investigación fiscal sobre el caso Los Dinámicos del Centro y la incipiente relacionada con el tráfico de influencias en las Fuerzas Armadas y la Sunat, lo mejor que podría hacer el Congreso es respetar la autonomía de las instancias fiscales y judiciales. Y si lo que preocupa es la intromisión del Ejecutivo en estas pesquisas, se podría introducir legislativamente ciertas prohibiciones para el desempeño de puestos claves en el Estado (Ministerio del Interior y Ministerio de Defensa) para evitar posibles casos de conflictos de interés o el acceso a información de inteligencia policial y nacional.
En fin, el Legislativo tiene varios mecanismos a su disposición para efectuar un control efectivo del Ejecutivo (es increíble que hasta la fecha no hayan concretado una sola censura ministerial, pese a que varios la merecían) sin necesidad de apretar el botón de reinicio por el momento. Tomar atajos para evitar la fatiga de cinco años que ciertamente se avizoran extenuantes puede terminar siendo más costoso en el largo plazo.