Estamos, por fin, a apenas una semana del día de las elecciones. El país posiblemente no hubiese resistido más tiempo de esta pequeña guerra civil de mes y medio, batida en los WhatsApps familiares y en las redes sociales. En ocho días finalmente sabremos cuál de los dos inesperados candidatos se pondrá la banda presidencial.
La mala noticia es que, a diferencia de la mayoría de procesos electorales, esta campaña de segunda vuelta no logró que ninguno de los dos contendientes mejore su oferta. Keiko Fujimori no ha logrado convocar a personas fuera de su zona de confort, sean fujimoristas de larga data, miembros del alicaído ‘establishment’ político nacional o de la derecha limeña. Pedro Castillo, por su parte, sigue vociferando propuestas de extrema izquierda en plazas y estrados, mientras se niega a dar entrevistas a los medios de comunicación.
Es en esta coyuntura hiperpolarizada que llegamos a la recta final de las elecciones y, para variar, son los indecisos los que tienen en sus manos el resultado. Según el simulacro de votación de Datum, publicado ayer en “Perú21” y “Gestión”, Castillo y Fujimori se encuentran en empate técnico, separados apenas por 0.9 puntos de diferencia. Ante esta cercanía, uno de los datos más importantes de la encuesta es el porcentaje de personas que marca blanco o viciado. Este representa actualmente al 15,7% de los electores.
Tal como comenté en una columna anterior –y como analizó Martin Hidalgo en un informe de este Diario–, el voto blanco y viciado de los últimos dos procesos electorales ha sido de 6%. El alto porcentaje de ciudadanos que no elige a ningún candidato en la cédula podría hacernos pensar que ello se debe a la pésima oferta política a la que se enfrenta el elector, que se niega a elegir entre dos males que considera equivalentes. Sin embargo, lo cierto es que, tanto en el 2011 como en el 2016, el voto blanco y viciado se mantuvo en 14% hasta una semana antes de los comicios. Así, alrededor de 8% de los peruanos mayores de 18 años cambió su voto en la última semana. En esa línea, es razonable pensar que lo mismo podría ocurrir en esta elección.
(Hago un breve paréntesis en este punto para recalcar que, gracias a que la norma que impide la publicación de encuestas sigue vigente, solo unos pocos podrán enterarse con precisión de cómo evolucionan las preferencias electorales en la recta final. Claramente se trata de una regla anacrónica y antidemocrática que debería ser derogada).
Retomemos. En esta campaña, Keiko Fujimori ha logrado algo que no lograba ningún candidato desde que su padre dio el golpe (electoral) en las elecciones de 1990: crecer más de 15 puntos en segunda vuelta. Por tercera elección consecutiva, Fujimori se siente a un paso de ganar. Sin embargo, si algo le ha enseñado la experiencia, es que los indecisos suelen favorecer a sus contrincantes. En el 2011 y en el 2016, siete puntos de indecisos –aquellos que marcaban blanco o viciado en los simulacros– optaron por algún candidato en la última semana. En el primer caso, cinco puntos se fueron a Ollanta Humala y apenas dos a Keiko Fujimori; mientras que en el segundo fueron seis puntos para PPK y solo uno para Fujimori.
La diferencia en esta elección es que, por primera vez en su vida, Keiko representa el mal menor para un porcentaje significativo de peruanos. ¿Podrá ser esta la elección en la que los indecisos finalmente la favorecen? ¿La tercera será la vencida? Fujimori se juega la vida en el debate presidencial, donde tendrá que convencer a un público que la mira con suma desconfianza de que está mejor capacitada que Pedro Castillo para manejar el país. El pronóstico es sumamente incierto.