Un informe publicado ayer en este Diario le puso cifras a lo que era fácil de intuir: en lo que concierne a su conducción, el sector Interior del Perú es más inestable que cualquiera de sus pares en la región. En los últimos 10 años, ha tenido 26 titulares (el doble que Ecuador y casi el triple que Chile), y durante el actual gobierno –sumando las administraciones de Pedro Castillo y Dina Boluarte– ha tenido 12, lo que arroja para cada uno de ellos una duración promedio de tres meses en el cargo. Castillo, para ser precisos, tuvo siete responsables de esa cartera en sus 18 meses en el poder, mientras que la actual mandataria ha sumado ya cinco en 16 meses.
La voluntad de someter el referido sector a los requerimientos políticos de Palacio de Gobierno ha sido probablemente la principal causa de esa inestabilidad, pues ha determinado la reiterada designación de personas con flancos abiertos por cuestiones legales (y, en esa medida, susceptibles de ser presionadas desde las alturas del poder) en el puesto. Sin ir más lejos, el actual ministro, Walter Ortiz, inició su gestión a principios de este mes y casi desde el primer día ha estado envuelto en la polémica. Un reportaje de “Punto final” reveló, en efecto, que son cinco las investigaciones y/o procesos judiciales que tiene abiertos, ya sea como imputado o en calidad de cómplice. Y en uno de ellos, la Segunda Fiscalía Anticorrupción le pide al Poder Judicial imponerle cinco años y cuatro meses de cárcel, así como la inhabilitación para ejercer cargos públicos. Difícilmente una situación idónea para el funcionario responsable de velar por la seguridad ciudadana en el país.
Otro ingrediente a considerar en la poco exitosa fórmula que comentamos es la persistencia en nombrar como titulares de la cartera en cuestión a expolicías y no a personas con manejo y criterio político, que es justamente lo que debería caracterizar a un ministro. En lo que va de la administración Boluarte, por ejemplo, el sector ha estado encabezado por cinco exmiembros de la PNP. Y los resultados están a la vista.
Como es lógico, en esas condiciones, trazar una mínima estrategia para enfrentar lo que hoy por hoy la ciudadanía considera uno de sus mayores problemas deviene imposible. No hay políticas de mediano plazo –olvidémonos ya del largo– que puedan ser impulsadas en ese contexto. A los cambios de ministro, como se sabe, los suceden otros movimientos en viceministerios, direcciones y jefes de región que fuerzan a empezar prácticamente todos los esfuerzos desde cero. Esto, asimismo, les acarrea serios problemas a los gobiernos regionales y locales, que periódicamente tienen que establecer nuevos vínculos con sus interlocutores del Ejecutivo en materia de seguridad, lo que no solo supone el estancamiento de cualquier avance, sino un retroceso.
¿Cómo podría, ante una circunstancia así, la representación nacional conceder las facultades legislativas que el presidente del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, ha anunciado que solicitará en este tema? De hecho, hace poco le otorgó a este mismo gobierno facultades para legislar sobre el particular, y no se entiende cómo en tan poco tiempo se quiere demandar otras… Salvo que estemos ante un Ejecutivo que da palos de ciego frente al desborde de la delincuencia y, en vez de realmente llevar adelante una estrategia razonada y sostenida, se conforme con dar la efímera sensación de que lo está haciendo.
Esa, en honor a la verdad, es la sensación que han dejado las declaraciones de emergencia en distintos distritos del territorio nacional que poco han cambiado la dramática situación que pretendían atacar. El crimen, como se ha visto, ha seguido operando con energía e impunidad en esos lugares, y la conclusión a la que quizás debamos arribar es otra. A saber, la de que la auténtica emergencia está en el manejo del sector de parte de quienes sostienen las riendas del gobierno. Si no es allí donde se operan los principales cambios, todos los demás serán cosméticos.