La terrible noticia del fallecimiento del parlamentario Hipólito Chaiña, a raíz de una descompensación producto de la infección por COVID-19 que padecía, fue recibida ayer por la opinión pública con estupor e incredulidad. Hasta ahora habíamos escuchado de legisladores y ministros en funciones contagiados por el coronavirus, pero nunca las consecuencias habían sido fatales.
Como numerosos testimonios periodísticos han mostrado, buena parte de la actual representación nacional participaba efectivamente de sesiones presenciales del pleno y de comisiones en las que no se respetaban los protocolos de protección, incluso recientemente. Este sábado, por ejemplo, aun se veía a congresistas en el pleno sin mascarillas. Y en más de un caso, el descuido se extendía también a las actividades de la semana de representación.
¿Cuántos contagios se registraron entre los integrantes del Congreso durante la primera ola de la pandemia? Pues ciertamente más de una docena. En alguna bancada, además, se llegó al inverosímil extremo de que lo excepcional no fueron los miembros contagiados, sino los sanos. Y así, hemos llegado a registrar 26 legisladores afectados por el COVID-19.
La peor parte de esa forma laxa de lidiar con el virus, sin embargo, la llevaron –y la siguen llevando– los trabajadores de ese poder del Estado, entre los que se han contado hasta ahora 648 infectados, además de 48 personas entre policías y terceros destacados al Parlamento.
La ligereza frente al problema que plantea la pandemia, sin embargo, no se ha limitado en el palacio de la plaza Bolívar al uso negligente de las mascarillas o a los temerarios apretones de mano cuando alguna norma pretendidamente “histórica” era aprobada en el pleno. También las iniciativas impulsadas con el supuesto propósito de paliar los efectos económicos de la cuarentena en la población respondieron muchas veces a un afán de figuración antes que a un análisis serio de sus consecuencias. La suspensión del cobro de los peajes administrados por privados, la penalización de la “especulación” en el precio de determinados productos (en buen cuenta, un control de precios), la posibilidad de retirar parte de los ahorros de los fondos previsionales acumulados en las AFP o el intento de que se “devolviesen” parte de los aportes a la ONP fueron claramente gestos a través de los cuales una mayoría de los parlamentarios buscó congraciarse con sectores de la ciudadanía que no eran conscientes de los problemas que aquello acarrearía.
Similar actitud, se diría, existe ahora de parte de los congresistas que promueven la realización de pruebas para establecer si alguno de ellos ha obtenido también el furtivo privilegio de ser vacunado con el lote paralelo de Sinopharm. No solo se trata de pruebas de dudosa eficacia para el fin que persiguen, sino que evidentemente tienen por objeto dar una imagen de probidad –no solicitada, en este caso– y marcar un contraste con la disposición ventajista de algunos exfuncionarios del Ejecutivo puesta en evidencia a raíz del reciente escándalo. Parece ser, por lo tanto, solo un aprovechamiento político de las situaciones que la lucha contra la pandemia genera.
Es preciso aclarar que no pretendemos sugerir con esta reflexión que lo trágicamente sucedido con el congresista Chaiña o que el difícil trance por el que está atravesando la legisladora Irene Carcausto (que está en una UCI) sean consecuencia de la frivolidad con la que tantos de sus colegas han actuado frente a la pandemia. Contraer esta terrible infección y llegar a sufrir la peor de sus eventuales consecuencias es algo que nos puede pasar a todos, aun respetando minuciosamente los protocolos y cuidados que conocemos para tratar de evitarla.
Son solo dramáticas circunstancias que nos hacen volver la mirada hacia la forma en que la actual conformación parlamentaria ha enfrentado la crisis provocada por el COVID-19, y constatar lo pobre que ha sido su reacción. Una realidad que resulta tanto más descorazonadora por cuanto no parece que vaya a cambiar en los meses y semanas que faltan para llegar a 28 de julio.