Una mayoría de 97 legisladores eligió ayer a la nueva Mesa Directiva del Congreso y con ello abrió el camino para que Francisco Sagasti, de la bancada del Partido Morado, asuma las riendas del gobierno de transición que conducirá nuestros destinos de aquí al 28 de julio del próximo año.
El consenso alcanzado por ese elevado número de parlamentarios permite recobrar en algo la paz que necesitamos para encarrilar el país en un camino de sensatez, pero ha costado más de lo debido. La inmadurez que demostró buena parte de esa misma mayoría al vacar a Martín Vizcarra de la presidencia (que, por cierto, acumuló méritos para provocar esa circunstancia) sin pensar en lo que ello podría desencadenar se repitió el domingo en el jaloneo preñado de pequeñez que dominó el proceso por el que las distintas bancadas trataron de llegar a este mismo resultado sin conseguirlo.
Con una ciudadanía todavía muy inquieta y en medio de la congoja nacional por la muerte de dos jóvenes en las protestas contra la situación que esos esfuerzos debían solucionar, el pulseo y la preocupación por las eventuales consecuencias electorales de apoyar tal o cual opción fueron lo que realmente preocupó a los diversos sectores políticos presentes en el actual Parlamento y a sus líderes. Y así, a pesar de las promesas hechas antes de la votación, la lista encabezada por la congresista Rocío Silva Santisteban terminó cosechando esa noche más votos en contra que a favor.
La presión de la opinión pública, felizmente, obligó ayer a muchos de esos mismos parlamentarios a encontrar algo parecido a la madurez y a armar la fórmula de consenso que se les exigía; y, sobre todo, a respetarla hasta el final. Todo indica, sin embargo, que este ha sido solo un aprendizaje a cocachos, y ya se sabe que esas lecciones tienden a extinguirse junto con el dolor del correctivo.
De hecho, la conducta de la bancada de Fuerza Popular, que votó en contra tanto de la lista encabezada por Silva Santisteban como la de Sagasti, formará parte de todo aquello que Keiko Fujimori tendrá que explicarle a la ciudadanía en la próxima campaña si espera recuperar algo del respaldo que alguna vez obtuvo de ella. No será más fácil, por cierto, la situación de César Acuña o Julio Guzmán que, cada uno a su manera, pusieron piedras a la materialización del acuerdo que finalmente se abrió paso.
Cabe, eso sí, resaltar positivamente dos detalles de lo ocurrido ayer. En primer lugar, el hecho de que se haya preservado la vía institucional para la sucesión presidencial. Cualquier atajo dudoso tomado en aras de la emergencia habría acarreado a la larga solo más cuestionamientos y la promesa de nuevas tormentas políticas.
Y en segundo término, la circunstancia de que la persona sobre la que ha recaído la presidencia de transición no arrastre tras de sí dudas sobre su probidad o su competencia para ejercer el cargo.
Lo esperan tareas difíciles y delicadas, a pesar del corto tiempo del que dispondrá. Entre ellas, como sabemos, la de atajar la pandemia del COVID-19 (que ha dejado más de 35.000 fallecidos en nuestro país en los últimos ocho meses y cuya sombra continúa sobrevolando ante el riesgo de un repunte de casos), la de agilizar la reactivación económica y, sobre todo, la de preparar un proceso electoral con garantías el próximo 11 de abril que le permita a la ciudadanía resolver en última instancia todo este embrollo. También, por supuesto, la de no dejarle chance a la representación nacional de volver a sus comportamientos pueriles con gestos dramáticos o de innecesario protagonismo.
Para conseguir estos y otros objetivos será medular la conformación rápida de un Gabinete que consolide la paz conseguida. Pero es una buena señal que, como primer paso, ayer se haya terminado al fin el terremoto que comenzó hace una semana.