Comprensiblemente, la atención del país en las últimas semanas ha estado puesta de forma casi exclusiva en la conformación del nuevo Ejecutivo. Desde la espera para la proclamación final del JNE hasta los rumores de los futuros miembros del Gabinete, el Perú parece absorbido por la trama alrededor del futuro inquilino de Palacio de Gobierno y sus decisiones inmediatas. No es para menos. De llegar a Palacio, Pedro Castillo tendrá la responsabilidad principal de levantar al país por encima de las simultáneas crisis sanitarias, económicas y políticas que enfrentamos.
Pero si alguna lección debiera dejar los últimos cinco años en términos políticos, esa es que el Congreso no es –ni debe ser– un actor de reparto. Su rol en la gobernabilidad y el equilibrio democrático es tan o más importante que el del Ejecutivo. Por ejemplo, más allá de los desatinos e impericia del presidente Pedro Pablo Kuczynski, fue el Congreso que lo acompañó desde el inicio –liderado por Fuerza Popular– el principal detonante del caos político que siguió. Luego de la controversial disolución de aquel Legislativo por el presidente Martín Vizcarra, el elegido en enero del 2020 e instalado casi en simultáneo con el inicio de la pandemia profundizó muchos de los vicios y yerros de su antecesor inmediato.
Desde el punto de vista político, solo en las últimas semanas el país fue testigo de un apresurado intento por seleccionar a nuevos miembros del Tribunal Constitucional –aun cuando el proceso estaba lejos de ser el ideal– y de una tentativa de censura a la Mesa Directiva del Congreso dirigida por Mirtha Vásquez (Frente Amplio). En repetidas ocasiones a lo largo de poco más de un año, el actual Parlamento ha sido fuente de desestabilidad política antes que de reflexión y ecuanimidad.
Desde el punto de vista económico, la figura es incluso peor. El Congreso que se inauguró con una norma que suspendía el cobro de peajes en todo el país (con cero votos en contra) no moderó significativamente su perfil populista y antitécnico con el paso de los meses. La irresponsabilidad económica de los parlamentarios la hemos recogido en estas páginas en diversas ocasiones. A un ritmo de casi una por semana, el Congreso impulsaba normas que debilitaban la caja fiscal, atentaban contra la meritocracia y el manejo ordenado de recursos dentro del sector público, vulneraban las reglas básicas del libre mercado, o deshacían poco a poco el sistema de pensiones, solo por mencionar algunos ejemplos casi del día a día.
La aprobación de leyes con poco o ningún sustento puso al Congreso en confrontación con un Ejecutivo que por lo general intentaba imprimir mayor sensatez. De acuerdo con la Unidad de Periodismo de Datos de El Comercio, solo en la gestión de Francisco Sagasti se realizaron más insistencias que en los últimos 40 años. Además, el Ejecutivo envió al Tribunal Constitucional 10 leyes aprobadas por insistencia en el pleno, de las cuales tres han sido ya declaradas inconstitucionales.
El marco normativo y económico del país difícilmente podría soportar cinco años consecutivos a este ritmo de irresponsabilidad parlamentaria. El siguiente Congreso tiene la tarea de restituir la deteriorada imagen de quienes ocupan las curules. Eso no se logra con peroratas ni improvisación, como ha quedado bien demostrado en este Parlamento, sino con trabajo serio y que redunde en mejoras reales para la vida de los peruanos. Así, mientras prestamos atención a la trama de Palacio de Gobierno de estos días, no está de más empezar a oír con cuidado las ideas y consensos que van naciendo en el Palacio Legislativo. A veces, los ecos del desgobierno que marcan el lustro se escuchan más fuerte en el segundo que en el primero.