Si bien el conteo de votos para el Congreso todavía no ha terminado, con los resultados que ya se conocen es factible hacer una proyección bastante precisa de cómo lucirá la próxima representación nacional en lo que concierne al número de integrantes por bancada. Con ese criterio en mente, es posible también anticipar la suerte que correrán algunos de los proyectos promovidos por los distintos partidos durante la reciente campaña electoral que necesariamente deberían pasar por el Legislativo; en particular, aquellos que requerirían una mayoría absoluta (66 votos) o una mayoría calificada (87 votos) para ser aprobados.
Hacer semejante puntualización desde ahora resulta fundamental, pues, en sus discursos frente a la ciudadanía, los candidatos presidenciales muchas veces han ignorado las limitaciones que tiene el ejercicio del poder de quien accede al Ejecutivo, creando la ficción de que a sola voluntad del gobernante se podrían poner en marcha determinadas iniciativas. De entre ellas, quizás la más promocionada ha sido la de un reemplazo de la actual Constitución por la vía de una Asamblea Constituyente.
El primer problema que ese empeño encuentra, sin embargo, es que no existe en nuestro ordenamiento legal una vía para convocarla. La vigente Carta Magna, en efecto, establece que es el propio Congreso la única instancia facultada para introducir modificaciones en el texto constitucional, por lo que las recientes promesas de algunos postulantes de convocar un referéndum no bien llegasen a Palacio no tenían –ni tienen– forma de materializarse, como no sea transgrediendo el orden institucional…
Sí se puede, en cambio, hacer modificaciones parciales o totales de la Constitución a través de una votación con mayoría absoluta en el Congreso que luego sea ratificada en un referéndum, o a través de una aprobación de tales cambios por una mayoría parlamentaria calificada repetida en dos legislaturas consecutivas. Pero es aquí donde la aritmética que sugieren las cifras electorales deviene determinante, pues, de acuerdo con un informe elaborado por este Diario, las bancadas de los grupos que propugnan el cambio total del texto constitucional tendrían, sumadas, cerca de 50 miembros, mientras que las de aquellas organizaciones que solo abogan por reformas parciales contarían con más de 80. Es cierto que, sobre la base de la experiencia, no se puede asumir que todas las bancadas votarán disciplinadamente en un solo sentido, pero llegar a los números requeridos en los escenarios arriba señalados sería en cualquier caso bastante difícil.
Tal circunstancia, no obstante, no es necesariamente una mala noticia. Los permanentes cambios en la ley de leyes para satisfacer los estados de ánimo de tal o cual coyuntura política generan incertidumbre jurídica y no favorecen el desarrollo pacífico de una sociedad.
En el afán de quienes tratan de impulsar un reemplazo de la actual Carta Magna, por otra parte, lo que parece existir es una irritación con su origen y la fantasía de que la sola consignación en el nuevo texto del derecho de la población a la salud y la educación de calidad, o a la vivienda digna, haría que esos beneficios se materializaran por arte de magia. Harían bien ellos en recordar, no obstante, que la Constitución que nos rige fue redactada por un Congreso Constituyente elegido libremente y que no hay forma de que el Estado provea los beneficios que quieren dar por garantizados como no sea permitiendo que los privados generen riqueza y obteniendo recursos fiscales a partir de ello. Es decir, la figura exactamente inversa a lo que se conseguiría forzando los mecanismos institucionales para convocar espuriamente una Asamblea Constituyente como la que han prometido.
Las constituciones, no lo olvidemos, son esencialmente un instrumento para limitar el poder de quienes nos gobiernan y lo que los ímpetus por cambiarlas muchas veces esconden es un interés por quebrar tales límites y avasallar los resguardos de la democracia.